Las piedras de la Red

Luís Ángel Fernández Hermana - @luisangelfh
30 octubre, 2017
Editorial: 145
Fecha de publicación original: 8 diciembre, 1998

¿Fuisteis a la iglesia? -Sí.
¿Visteis a Dios? -No reparé en tanto

Al final del editorial de la semana pasada hablaba de la necesidad de construir pasarelas hacia Internet para el ciudadano que todavía no ha accedido a la Red. La idea la exponía a raíz de las compra de Netscape por America Online, una noticia que salió en los medios de comunicación sin anestesia, sin el necesario colchón que permitiera amortiguar su aterrizaje en un contexto informativo conocido. Para decirlo de otra manera, esta misma semana se ha producido otras de esas megafusiones entre corporaciones: Exxon se ha tragado a Mobil Oil. No hace falta decir mucho más al respecto. Cualquiera sabe lo que significan ambas marcas (y hasta sus respectivas historias) si va a una gasolinera y pide 10 litros de gasolina de Exxon o de aceite de Mobil. Ahora bien, ¿dónde está el equivalente en la compra de AOL? ¿Dónde puede ir el ciudadano de a pie a comprarse medio kilo de Netscape o 10 litros de AOL? ¿Cómo se come eso de navegadores y proveedores de contenidos? ¿A qué lugar puede ir para verlos, tocarlos, palparlos o experimentar un encuentro espiritual con ellos, si ése es el caso? La respuesta es simple: a ninguna parte. Y eso puede convertirse en un serio problema.

Estamos aprisionados en lo que podríamos denominar un efecto pinza a-digital. Por una parte, la cultura mediática tradicional, por múltiples razones, no ha logrado todavía transmitir hacia la opinión pública una corriente informativa suficientemente contextulizada de Internet, una visión normalizada de la Red y sus significados en el mundo actual. Por la otra, la cultura en general no ha conseguido todavía implantar una «normalización digital» a través de sus productos, ya sean libros, ensayos, programas de TV educativos o de divulgación, exposiciones, manifestaciones artísticas, etc. La otra cara de esa moneda, lógicamente, es la cotidianeidad de la anormalidad, un estado de excitación promovido por una visión terminal, casi al borde del fusilamiento, de todo lo que tenga que ver con el ciberespacio: Internet acabará con esto, liquidará lo de más allá, pondrá la educación patas arriba y le dará la vuelta a la economía. Con lo que la mayoría de los ciudadanos vive presa del «síndrome del desplazado»: nunca nadie se encuentra en el lugar adecuado porque Internet ya lo ha trasladado de lugar. La justificación es tan directa como la explicación: esto es lo que sucede en las revoluciones (pero ésta revolución también es diferente, algo que abordaremos en otra ocasión).

El resultado inmediato es una oscilación casi patológica entre la tecnofobia y la tecnofilia. Tecnofobia porque por culpa de esa cosa que discurre por los ordenadores uno nunca está en el lugar adecuado haciendo las cosas correctas. Ahora resulta que el niño no aprende lo que debe, el maestro sabe menos que el niño, el trabajo habría que hacerlo de otra manera (y, a lo mejor, por otro tipo de gente), las cosas que compro en la tienda no son las mejores ni las más baratas, los periódicos están a punto de desaparecer justo cuando me he suscrito a uno de ellos, y además no puedo comprar algo del Netscape ese con lo cual me pierdo los grandes flujos capitales. No es para tomárselo a broma. Tecnofilia porque la fascinación por el futuro es irreprimible, por más temor que cause, y esa fascinación viene fundida con esas tecnologías en las que nadie sabe quién nos ha metido pero de una ubicuidad ineludible: códigos de barras en todos los productos, cajeros automáticos, peajes magnéticos, porteros video-electrónicos, reservas de viajes e Internet hasta en la sopa. En suma, miles de cosas a las que ya no se está dispuesto a renunciar en un plís-plás pero que no me gustan nada porque me la están imponiendo como si no hubiera otra alternativa.

O sea, estamos metidos en el núcleo caliente de un cambio cultural de proporciones considerables (¡perdón por la profecía, otra más!) compartido por tres grupos de población, cada uno de ellos con sus problemas específicos y sus soluciones diferentes: a) la secta de los iniciados en la Red, b) los que están fuera pero deambulan por sus aledaños, c) los que no quieren saber nada de nada, pero sienten que los tienen cogidos por el fondillo de los pantalones. A los primeros ya los conocemos: somos nosotros. Tenemos las claves de los ritos y la liturgia de la Red, sabemos descifrar códigos herméticos con la simpleza y naturalidad propia de los elegidos, ya sea que nos los sirvan en iniciales o en conceptos: AOL, Java, Netcenter, Portales, FTP, HotMail, listas de distribución o chats. Nadie que no esté en la Red posee los indicios necesarios para traspasar la coraza críptica que protege el profundo significado de este lenguaje. Y donde hay rito, hay mito. Y donde hay mito, hay sacerdotes, jerarquías, papado. En suma: iglesia. Una iglesia peculiar, es cierto, diferente a las que hemos conocido hasta ahora, pero iglesia al fin y al cabo, sobre todo porque permite definir con meridiana claridad los rasgos de su propia feligresía para distinguirla del océano de infieles que nos rodean.

Estos últimos oscilan entre aceptar la tentación del diablo virtual y bautizarse en el primer proveedor de acceso a Internet que les salga por el camino (a mí me pusieron luisangel@ y, a tono con lo peculiar de esta iglesia, tengo varios apellidos) o esperar. Esperar sobre todo a saber algo más acerca de ese nuevo cielo/infierno que se anuncia de manera sincopada en los medios. Pero no es fácil. Ni para ellos, ni para los que, por ahora, han decidido que Internet son modernidades que no merecen la pena (ya sabemos que la argumentación de este último grupo es amplia y variopinta, desde que el ejército de EEUU está detrás del invento, hasta que la Red no proporciona la felicidad o se fornica mejor en el mundo real que en el virtual). Lo cierto es que ni unos ni otros tienen puntos de referencia válidos aparte de conectarse a Internet, que es precisamente lo que no quieren hacer por ahora por falta de suficiente información previa. Y no tenemos forma de resolver este dilema de una manera clara.

Internet no ha salido todavía de sus cables, interruptores, enrutadores, procesadores y pantallas para manifestarse físicamente en el mundo real más allá de sus nombres propios. La Red no ha construido todavía sus propias iglesias, los templos donde propios y extraños puedan acceder al catecismo digital sin necesidad de morirse (conectarse) para comprobar si el cielo o el infierno existen en el ciberespacio. Lugares donde se pueda comprobar qué es exactamente Internet, cómo interrelaciona qué y con qué finalidad, dónde residen exactamente las oportunidades que tanto se pregonan, hasta qué punto y cómo modificará espacios físicos como los del hogar, el trabajo o la propia ciudad. No estamos hablando de los café-internet, donde tan sólo hay más de lo mismo que en nuestra casa o en el trabajo, pero en un ambiente distendido.

Las pasarelas para que todos los ciudadanos tengan la oportunidad de experimentar lo que significa construir redes, trabajar en redes, divertirse con las redes, aprender de las redes, etc., debieran ser espacios físicos urbanos concebidos como una conexión real, atómica, a Internet, donde es posible hacer presencialmente todo lo que ya hacemos virtualmente. Y con las mismas consecuencias, para lo bueno y para lo malo. Tal y como sucede con las iglesias. Y así como éstas organizaron en el pasado el tejido urbano a partir de la plaza principal donde se erigía el campanario, ahora es necesario establecer los hitos digitales del paisaje urbano donde al pasar por los «edificios Internet» sepamos todos qué sucede ahí adentro sin necesidad de santiguarse. Edificios donde se crucen transversalmente los recursos culturales de la ciudad, se expresen demandas concretas de la ciudadanía y se facilite la cooperación e interrelación como si se estuviera conectado desde un ordenador.

Estos espacios pueden crearse para satisfacer objetivos genéricos, como es apreciar los cambios que la Red introducirá en el hogar o el trabajo, u objetivos específicos, como pueden ser las Casas del Conocimiento (antes librerías), Casas de la Cultura (ante museos) o Casas del Aprendizaje (antes escuelas). En estos, la integración de servicios procedentes de áreas consideradas ahora remotas o no-relacionadas, pero de hecho de una gran vecindad entre ellas gracias a Internet, permitirían apreciar el por qué de las nuevas denominaciones y el sentido del cambio cultural. Otro día, nos explayaremos sobre el contenido de estas iglesias, de las piedras sobre las que se fundará la existencia real de la Red.

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