La gran interconexión

Luís Ángel Fernández Hermana - @luisangelfh
24 octubre, 2017
Editorial: 143
Fecha de publicación original: 24 noviembre, 1998

Si quieres ponerte bueno, muda de cielo

Esta mañana, tras tomarse la pastilla habitual para el tratamiento del colesterol, don Pepito Pérez sintió un repentino malestar. Sacó de la billetera su tarjeta de ADN, escupió sobre ella, desparramó el fluido sobre la superficie de plástico, la insertó en la ranura de su ordenador de bolsillo y se conectó a Internet a través de su teléfono móvil. Tres minutos más tarde recibía una llamada de su médico: «Pepito, no se mueva de ahí, estamos en camino para recogerle. Y no se preocupe: está a punto de sufrir un coma hipoglucémico pero llegamos a tiempo». El señor Pérez se guardó la tarjeta de ADN en el bolsillo mientras miraba ansiosamente a una y otra parte de la calle esperando la llegada de la ambulancia. ¿Ficción, realidad? Las dos cosas. La tarjeta todavía no existe. El chip de ADN que irá estampada en ella, sí. Un chip fabricado con materiales biológicos capaz de analizar decenas de miles de genes de golpe y detectar cuáles no están funcionando según el manual. La Red comienza a tejer una nueva dimensión cuyos nodos residen en el código genético.

La ciencia y la tecnología han sido las palancas fundamentales del desarrollo de las redes de telecomunicación, unas veces al tener a éstas como objeto de sus investigaciones, otras porque la investigación científica ha ligado su suerte al propio desarrollo de las redes. El más conspicuo ejemplo de lo primero fue la Iniciativa de Defensa Estratégica (IDE) lanzada por Ronald Reagan en los años 80 para evitar que los misiles soviéticos llegaran a suelo de EEUU. El escudo espacial de la también llamada Guerra de las Galaxias consistía en detectar el lanzamiento de los cohetes balísticos enemigos, rastrear su trayectoria, distinguir a los señuelos de los verdaderos, preparar las armas estratosféricas (desde rayos láser y emisores de pulsos electromagnéticos montados sobre satélites, hasta otros dispositivos más convencionales), decidir el punto de intercepción y lanzar el ataque para destruir a todos, absolutamente todos los misiles. Esta tarea había que realizarla en unos siete minutos, tiempo que transcurriría entre el inicio del ataque y el momento para pulverizar las cabezas nucleares en el espacio antes de que fuera demasiado tarde.

Esto significaba, en otras palabras, que era necesario ceder a los ordenadores una elevada capacidad de decisión durante los momentos críticos. Y para que los cacharros pudieran tomar esas decisiones era fundamental que su interconexión en redes alcanzara una densidad y funcionalidad también críticas. Al final de varios cientos de miles de millones de dólares, no ocurrió ni lo uno ni lo otro. No al menos desde el punto de vista de la Guerra de las Galaxias, porque por el camino, entre otras cosas y como consecuencia de ella, se derrumbó la URSS. Pero ArpaNet, así como multitud de otras redes construidas a su imagen y semejanza, sobre todo las relacionadas con los sistemas de comando y control de armamento y satélites, recibieron de lleno la onda de choque del esfuerzo científico y tecnológico de la IDE. Internet, en gran medida, es el heredero directo de los avances registrados en esos años en el diseño, difusión y funcionalidad de las redes.

El ejemplo de lo segundo –de la investigación científica «red-dependiente»– lo constituye el genoma humano. Los extraordinarios avances registrados en la elaboración del mapa genético de los seres vivos y, en particular, del ser humano, se explican en gran medida por el soporte prestado por las redes telemáticas, hasta el punto de que ambas –investigación y redes– comienzan a fundirse en el mismo caldero. Este encuentro está inscrito, si se me permite la licencia, en el propio código genético de la biología molecular y la ingeniería de telecomunicaciones: el objeto de sus preocupaciones es la transmisión de bits de información, de mensajes complejos, a través de redes.

Durante un tiempo, ha predominado la faz física de esas redes. Toda la investigación sobre nuestra dotación genética y la secuenciación de los genes está almacenada ahora en Internet –o redes similares– y es consultable por científicos desde cualquier parte del mundo. Pero, poco a poco, la interrelación entre la red física y la biológica han ido preparando el terreno de un encuentro más apropiado a sus respectivas características: el propio código genético. Para decirlo en el lenguaje apropiado, la Guerra de las Galaxias –el desarrollo de complejas redes físicas– comienza a «expresarse» en el genoma –el desarrollo de complejas redes biológicas–. El punto de unión es un chip cuyos circuitos e interruptores microscópicos no están grabados sobre el soporte tradicional de silicio, sino sobre los nucleótidos que componen las cuatro «bases» del código genético: adenina, citosina, guanina y timina. El diseño del llamado chip de ADN, como no podía ser de otra manera, se ha realizado entre ingenieros del Silicon Valley y biólogos de varios centros de investigación de EEUU.

Su capacidad de análisis es todavía «limitado». Apenas puede gestionar la información de unos 2050 genes por chip, o sea, que se necesitarían cuatro para escrutar virtualmente todo el genoma de la levadura (6.200 genes). Multiplicar su potencia, sin embargo, es cuestión de días, literalmente. Aparte de incrementar su capacidad de procesamiento «in situ», los ingenieros y biólogos están trabajando para interconectar los chips de ADN a redes biológicas y físicas, a las del cuerpo humano, por una parte, y a las de ordenadores, por la otra.

De hecho, el genoma humano es tan sólo una de las posibles estrategias de estas nuevas redes. Su objetivo, en principio, son todos los seres vivos en los que la gestión de su patrimonio genético represente algún tipo de interés. Los chips de ADN se pueden diseñar para descifrar cualquier código genético, todo depende del material con que se elaboren sus circuitos e interruptores. Y la información que devuelven puede alcanzar una precisión inimaginable hace tan sólo un año, desde determinar qué genes están activos y cuáles permanecen en estado latente, hasta las modificaciones que experimentan durante el ciclo vital del organismo.

No está lejos ya el día, pues, en que nuestras páginas web incluirán (¿obligatoriamente?) algo más que el ahora habitual «me gustan los gatos y el jazz, en particular Mishy y Winton Marsalis». Estarán también parte de la información de nuestras secuencias genéticas para una rápida lectura y transmisión de datos en casos de «crisis». ¿Qué crisis?. Esa es una buena pregunta. En los últimos años, he participado en varios congresos y seminarios sobre el genoma humano. En todos ellos estaban las figuras más representativas del sector, desde James Watson o Francis Crick, laureados con el Nobel por descubrir la configuración del ADN, hasta los diferentes gestores del Proyecto Genoma Humano. En cada ocasión, todos y cada uno de ellos han asegurado públicamente que nunca se haría lo que unos meses más tarde ya se estaba haciendo. Tengo la sospecha de que nadie, muchos menos nosotros los usuarios pedestres de Internet, tiene en estos momentos la suficiente imaginación como para decir algo medianamente inteligente sobre el alcance de la fusión entre las redes físicas y las redes biológicas, entre nuestra creciente capacidad para penetrar a través de ellas hasta los elementos constitutivos del Universo y los de la vida terrestre. Lo único que sabemos a ciencia cierta es que vamos hacia allí, hacia esa gran integración, y a mucha más velocidad de lo que imaginamos.

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