La globalización de Einstein

Luís Ángel Fernández Hermana - @luisangelfh
8 enero, 2019
Editorial: 270
Fecha de publicación original: 5 junio, 2001

Cada bota huele al vino que tiene

La suspensión de la Conferencia Anual del Banco Mundial sobre el Desarrollo Económico, que debía celebrarse los días 25 al 27 de junio de 2001 en Barcelona, es el último episodio del enfrentamiento que se está viviendo en diferentes capitales del mundo donde el Banco Mundial pretende sacar la nariz al aire. Como en los combates de boxeo, en esta esquina se sientan los denominados «globalizadores», los representantes del capitalismo liberal que con sus planes estructurales imponen condiciones leoninas insoportables a los países en desarrollo. En la otra esquina, tenemos a los denominados «antiglobalizadores», los opositores a que los primeros impongan su ley en todo el planeta y consumen sus propósitos. A pesar de tener contendientes tan definidos, todavía cabe preguntarse: ¿de qué hablamos al referirnos a la globalización? ¿Las etiquetas apelan correctamente a los rasgos de ambos campos? La cuestión no es desde luego trivial, pues según lo que metamos en el saco de la globalización nos podemos encontrar con ciertos amigos (o enemigos) curiosos en uno u otro bando.

En éste y en los próximos editoriales quisiera aportar un grano de arena para tratar de clarificar algunas ideas (o embrollarlas definitivamente) sobre la tan traída y llevada globalización. En primer lugar, es importante distinguir los procesos de internacionalización e, incluso de mundialización, de la globalización. A pesar de que muchos los utilicen como conceptos intercambiables, no son términos equivalentes y, en principio, designan procesos históricos diferentes. Para empezar, mundialización o internacionalización se corresponden con la época de la movilidad de los bienes físicos del capitalismo. Por tanto, puede haber mundialización por parte de una persona, una organización o una empresa. Es decir, que se traslade físicamente a otra parte y actúe desde su nueva demarcación territorial, sin necesidad de que nadie más le acompañe en este cometido. En la globalización ocurre todo lo contrario. No es necesario trasladarse físicamente a otra parte para actuar en otro territorio y utilizar sus recursos. Sin embargo, como veremos más adelante, sí requiere un entorno de reciprocidad para que esto ocurra.

Desde los orígenes de la sociedad industrial y el capitalismo, cuando nos referimos a la capacidad de los individuos para actuar según el modelo de producción capitalista lejos de donde ellos estaban, y establecer relaciones económicas de este tipo en otras partes, ya fuera a través de imperios, colonias o relaciones de producción directa, utilizamos conceptos con un fuerte sentido de la territorialidad, como mundialización o internacionalización. La mundialización describe el desplazamiento físico de las actividades productivas y comerciales, el traslado de equipamientos, herramientas y unidades manufactureras o de servicios a otras partes del planeta. Sin embargo, la globalización se refiere a la capacidad de actuar virtualmente en un espacio nuevo, donde no tiene tanta importancia la interacción física en términos de geografía y de cuerpos que se tocan.

Y si nosotros hablamos de la globalización desde el punto de vista virtual, estamos hablando de un proceso que se ha desarrollado a distintas velocidades desde hace unos 300 o 400 años y que ahora se está acelerando a una velocidad vertiginosa. Señalar una fecha tiene que ver con lo que podríamos denominar el inicio de la Era de la Ciencia, por una parte, o el Fin de las Cosmogonías, por la otra. Es decir, a partir del momento en que pudimos empezar a imaginarnos a nosotros mismos como una entidad que actúa simultáneamente en el mismo espacio virtual.

¿Qué quiere decir el Fin de las Cosmogonías? A lo largo de la historia humana, las distintas agrupaciones, colectivos, tribus, pueblos y naciones han desarrollado sus respectivas culturas con el marco de creencias que las sustentaba. Creencias que explicaban el mundo que las contenía, sus orígenes y destinos, los paraísos y los infiernos, etc. Este andamiaje comenzó a tambalearse ante la construcción de un edificio de conocimientos, percepciones e intuiciones que trascendía el marco de creencias. Desde Galileo y Copérnico, por ejemplo, aceptamos que los planetas están colocados en determinados lugares, que éstos tienen cierta relación con el sol, que el sol la tiene con determinada galaxia, y llegamos a este siglo con uno de los grandes maestros de la realidad virtual, el señor Einstein, capaz de hacernos vivir en una teoría que todavía ni siquiera está probada en toda su totalidad, una teoría que trata de explicar el funcionamiento del universo. Y su teoría tiene, valga la redundancia, valor universal. Es decir, su validez no está determinada por las creencias, las culturas, o las religiones, pero crea a la vez una nueva cultura.

Sabemos que hay una serie de leyes, muchas de las cuales ni siquiera tenemos forma de comprobar si son reales, ni sabemos de donde proceden, pero a las que otorgamos un alcance universal. Cuando el señor Hubble descubre en los años veinte que hay un movimiento de distanciamiento entre estrellas y galaxias y lo expresa mediante su famosa fórmula: «Todos los objetos que hay en el espacio se están distanciando entre sí por el cuadrado de su velocidad», apunta a un instante singular en el que todos esos objetos que constituyen el universo partieron de un punto común, lo cual da pie a la teoría del Big Bang.

Previamente, por supuesto, ya se había descubierto el espectro electromagnético y el radioeléctrico y habíamos comenzado a funcionar «dentro de él» a través del telégrafo, primero, el teléfono, después y, poco más tarde, toda la batería de satélites y redes de telecomunicaciones que amplían constantemente la propia capacidad de expresión del ser humano. Por el medio se descubrió la energía nuclear y vieron la luz los primeros ordenadores en el año 1946, basados precisamente en estas concepciones virtuales globales de aplicación universal.

Los satélites nos dieron por primera vez una visión del planeta visto desde ahí fuera y nos permitieron captar por primera vez información que no estaba al alcance de nuestros sentidos y elaborarla como conocimiento. Nunca antes habíamos tenido una experiencia semejante. Sin embargo, en pocos años nos hemos hecho duchos en crear entornos virtuales de donde extraemos información sin depender del tacto, del gusto, ni siquiera del campo de visión de nuestra vista: empezamos a ver la Tierra desde lugares a los que no podíamos acceder físicamente y en franjas del espectro electromagnético para las que no estamos dotados por la biología.

En este contexto aparecieron las redes telemáticas, en particular la que dio origen a Internet. Esta última, desde sus antecedente como ArpaNet, fue configurada como una Red de Arquitectura Abierta, una red vacía cuyos contenidos dependían de la acción de los usuarios y en la que el acceso era universal (todos los conectados accedían a todo su contenido), simultáneo (todos los usuarios actuaban como si estuvieran conectados al mismo tiempo) y no dependía del tiempo y el espacio. Además, crecía de manera descentralizada —por la simple adición de ordenadores a la Red— y desjerarquizada —ningún ordenador decidía sobre lo que hacían los otros—. En otras palabras, apareció una red cuyo valor residía en que la gente podía comunicarse (dónde estuvieran no tenía importancia, siempre que la Red llegara hasta ellos), sin necesidad de moverse de su lugar, para intercambiar la información y el conocimiento que ellos generaran. Y todo esto, repito, sin necesidad de moverse del lugar. Cada uno podía actuar desde el lugar de su conexión —local— y relacionarse con todos —global— en un contexto virtual, sin relación aparente con el mundo físico. Esta dualidad local/global plantea la enorme dimensión cultural de la globalización: todos estamos juntos en el único lugar posible donde esto puede suceder, la Red.

En otras palabras, la globalización es una construcción básica y fundamentalmente tecnológica, abstracta, que tiene una serie de características propias y únicas, es decir, se basa en una naturaleza creada artificialmente por nosotros, de aplicación universal e inmediata para quienes accedan a ella. Es un diseño tecnológico de una realidad cultural nueva en la que, mal que bien, queramos o no queramos, hemos decidido vivir. Pero sus características no son las que aparecen como vilipendiadas o ensalzadas en el enfrentamiento entre globalizadores y antiglobalizadores. En realidad, el Banco Mundial, por ejemplo, es la entidad menos globalizadora de este mundo globalizado. Mientras que los denominados movimientos antiglobalización encapsulan precisamente el meollo de la globalización, son, mal que les pese, su vanguardia. Pero esto lo veremos la próxima semana.

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