La bicicleta de Einstein

Luís Ángel Fernández Hermana - @luisangelfh
6 febrero, 2018
Editorial: 174
Fecha de publicación original: 29 junio, 1999

La gallina de mi vecina pone más huevos que la mía

La creciente –e inevitable– comercialización de Internet está propiciando una verdadera eclosión de teorías, y hasta de filosofías, para explicar qué hacemos y cómo extraerle el jugo económico. Libros, revistas especializadas, simposios, conferencias, páginas webs temáticas y, por supuesto, una buena pléyade de gurús, por lo general de EEUU, marcados con hierros tan prestigiosos como MIT, Harvard School, o las siglas de la última empresa que pasó como un torbellino por Wall Street, consagran con una verborragia intratable palabras nuevas y eslóganes que, en un pis-pás, se convierten en doctrina ortodoxa, sólo para descubrir que gozan de una naturaleza tan efímera como un paquete de caramelos en un congreso infantil. Esta desenfrenada carrera es particularmente notable en el campo de la publicidad y del comercio electrónico, donde al volumen de las inversiones se une una urgencia juvenil por recuperarlo con los correspondientes incrementos en el menor tiempo posible. Y el combustible que alimenta toda esta agitación es la «demografía digital». Saber quién pasa por dónde, qué hace y para qué sirve esa información.

En el fondo, se trata de una especie de búsqueda del grial: la fórmula mágica capaz de medir audiencias con resultados aplicables a todos los contextos. Los nuevos pensadores de Internet envidian, en gran medida, a la televisión y los periódicos, que tienen sistemas de medición homologados y de los cuales se fían (a veces no se sabe muy bien por qué) las agencias de publicidad. Y lo peor no es la envidia, sino la transposición de los criterios para medir audiencias «analógicas» a la medición de las «digitales». El resultado es una cantidad extraordinaria de datos, muy poca información y casi ninguna claridad sobre lo que está ocurriendo. Lo cual no impide que se tomen decisiones basadas en el oscurantismo de estas cifras y la incertidumbre de las tendencias hacia las que apuntan. De paso, crean un torbellino de modas.

En apenas 4 años, hemos pasado de los «hits» a las páginas vistas, de los clicks-trhough», a los visitantes únicos. Sin importar las características y contenidos de las webs, los rasgos de los visitantes (nuevos o antiguos internautas, sustrato cultural, propósitos, etc.), ni ninguna otra peculiaridad que hubiera permitido esbozar una cierta política demográfica. O sea, por una parte, no se tenía una idea clara de quién venía y, en consecuencia, por la otra, tampoco quedaba claro cómo diseñar el flujo de comunicación para alcanzar a audiencias con las que se produjera un intercambio significativo de información. De ninguno de los criterios mencionados –y muy en boga en la industria de servicios digitales– emerge la cifra mágica que explique los tres pilares fundamentales sobre los que se debería construir una política de audiencias en Internet: tiempo de permanencia en un lugar, actividad del usuario y valor de uso de la información que encuentre. Por valor de uso me refiero a la tasa de incremento de la información en el sistema –Internet– originada por la información obtenida y redistribuida por el usuario.

Esto significa que debiéramos de ser capaces de rastrear esa información y asignarle un valor económico a medida que aparece, en la forma que sea, en otras parte de la Red y sirve para estimular la actividad de otros usuarios, o generar nuevos flujos de comunicación. Ningún método de medición –y de intento de rentabilizar las actividades en Internet–, por tanto, puede descansar sólo en las visitas a las páginas web, sino que debe abarcar –entre otras cosas– a otros sistemas relacionados de diseminación de información, en particular el correo-e. En la situación actual, con los métodos e ideas de que disponemos, con la dispersión que crean algunas modas, es como pedirle a Einstein que mida la velocidad de la luz persiguiéndola en una bicicleta. Se puede intentar, desde luego, pero el resultado es, cuando menos, propenso a interpretaciones equívocas.

Mientras tanto, nos movemos por senderos bastante difuminados, por no decir crudos, e incluso bastos. Si hay tantos visitantes a una página, hay tantas oportunidades de vender, de hacer ver un producto, de conducirlo a través de un banner, etc. Pero nadie sabe ni siquiera si hay una correlación entre las páginas visitadas y los ingresos generados por ese lugar. Más bien se podría decir que esa correlación, si existe, debe bastante al azar. Desde el punto de vista de la medición de tráfico relacionada con la rentabilidad económica, la gente que trata de ligar en una página con salas de chat debería tener un valor diferente al discreto visitante que abre el navegador con una cartera repleta de dólares para invertir en la bolsa. Pero se ha tardado bastante en «filtrar» esta información y convertirla en «banners» que traten de capturar a ciertos públicos. Si uno hace click sobre ellos, se considera que ya ha pasado la puerta principal. A partir de ahí, todo debería ser coser y cantar. Pues no, oiga, todo lo contrario. Einstein seguía dale que te dale sobre su bicicleta. A la gente le atrae, a lo mejor, el mensaje del banner, pero no las ganas de comprar lo que se encuentra al otro lado. Lo que parece un saludable criterio demográfico, en realidad no es más que otro rompecabezas.

Todo esto no impide que nos sigan llenando la cabeza con «la web más visitada», «la web con más «clicks-throughs», la web con más páginas servidas… como si a todos nos sirvieran estos criterios de la misma manera o indicaran la misma cosa a quienes deben planificar sus inversiones en la Red. Curioso: Internet permite el máximo grado de personalización de la audiencia, pero ésta se convierte con una facilidad estupenda en tantas páginas visitadas, en tantos banners y cosas por el estilo. Cuando hablamos de publicidad, de tráfico, de uso de la información, se pierde de vista con una facilidad asombrosa que somos usuarios diferentes. Los recién llegados tienen unas necesidades, los más veteranos otras. Y eso es sólo el principio. En la Red desplegamos múltiples facetas personales. Y no hay forma todavía de integrarlas en un par de simples cifras que lo expliquen todo. Al contrario. La acción conjunta y diferenciada de los internautas, su diversidad multiplicada por una población en constante expansión, obran el milagro de que nada es lo que parece y, sobre todo, nada permanece como lo que parecía.

No hay forma de saber quien es el «mejor» de la semana porque la gente no se mueve por la web como lo hace por un número predeterminado de programas de TV o de páginas del único periódico que suele adquirir. Las cosas en Internet ocurren de otra manera, en primer lugar porque hay millones de web (y no sólo las «Top Ten»), se exige una actitud proactiva para encontrarlas y, por lo general, retroalimentamos nuestra actividad a partir de lo que encontramos en ellas, un comportamiento bastante opuesto al del telespectador. Por eso no es lo mismo un servicio de noticias en una librería virtual o viceversa, ni las claves del éxito de uno u otro depende de criterios homologados sin tomar en cuenta tiempo de permanencia, actividad del usuario y el valor que le concede a la información hallada en función del uso que hace de ella. Ante las dificultades que nos plantea la medición de estos tres aspectos, ahora estamos a punto de lanzarnos a otra huída hacia adelante montados en otra moda: la lealtad. Hasta que descubramos, de una vez por todas, que Internet es una puta que se divierte con quien le declara su amor mientras se acuesta con todos. Mientras tanto, Einstein sigue pedaleando.

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