Hay fusiones que matan

Luís Ángel Fernández Hermana - @luisangelfh
8 mayo, 2018
Editorial: 199
Fecha de publicación original: 25 enero, 2000

La salud es lo que no se pega

A pesar de la algarabía que nos rodea con respecto a las fusiones de gigantes industriales, hay unas que cuentan más que otras. Y, en ello, no tiene mucho que ver las cantidades astronómicas que se manejan, sino algo bastante más pedestre y básico, como es nuestra percepción del mundo en que vivimos. Los medios de comunicación se vaciaron con el matrimonio de AOL-Time Warner, quizá temerosos de que estaban vislumbrando un pedazo de su futuro. Y nos hicieron compartir sus sentimientos con una generosidad desbordante. Una semana después, no se le dedicó ni una décima parte de esa cobertura informativa a otra fusión no menos espectacular y, desde luego, mucho más trascendente: Glaxo Wellcome y SmithKline Beecham se abrazaron para crear la primera empresa farmacéutica del mundo y el cuarto grupo industrial del planeta con un valor bursátil de unos 30 billones de pesetas. Entre ellas controlan el 7,3 del mercado mundial de fármacos (el 44% entre las nueve corporaciones más poderosas). Y la orientación de sus inversiones decide quién se cura de qué según donde viva, y quién se muere porque se le ocurrió nacer en un lugar equivocado y desprovisto de farmacias.

Hay fusiones que elevan el listón del entretenimiento, o que amenazan a la libertad de expresión de según quién. Y hay otras que matan o no dejan vivir por mucho tiempo, también a según quién. Más del 85% de la inversión mundial en investigación y desarrollo en salud se concentra en la treintena de países industrializados de la OCDE. Y esa investigación está destinada a paliar las enfermedades de esa quinta parte de la población mundial. Menos del 15% de ese presupuesto trata de aliviar las miserias de los cinco mil millones restantes, que se dice muy pronto. En ese porcentaje hay que meter a los 300 millones de personas que cada año requiere un ingreso clínico por contraer la malaria, al millón y medio que muere por la misma razón, a los millones de niños que sufren enfermedades infecciosas y respiratorias –la segunda causa de muerte en el mundo tras la anterior–. Y, desde luego, al Sida, que diezma a la joven fuerza de trabajo de África.

Glaxo y SmithKline reúnen una bolsa de 625.000 millones de pesetas al año para investigar. Serán líderes, además, en cuatro de las cinco categorías más importantes de la industria farmacéutica: sistema nervioso central, aparato respiratorio, el alimentario y metabólico y el anti-infeccioso. Estos tres últimos acopian las causas de muerte e incapacitación más frecuentes en los países en desarrollo. Pero ni un crecimiento sostenido de sus economías por encima del 10% durante 15 años les garantizaría disponer de estos fármacos en sus despensas hospitalarias. Son demasiado caros. O específicos: curan cosas que ellos todavía no sufren. Necesitan comer más y peor para postular a esos remedios. Estos países necesitan otras estrategias farmacológicas que, hasta ahora, o no han existido o han quedado asfixiadas bajo el imperativo dominante de un puñado de corporaciones. Y cuando han coincidido con las de las naciones industrializadas, como en el caso del Sida, estas corporaciones han tratado incluso de retirar fármacos útiles simplemente porque las patentes estaban a punto de expirar.

¿Internet tiene algo que decir al respecto? Pues mucho más de lo que se imaginan estas megatransnacionales. Sus matrimonios son forzosos, impuestos por la necesidad de compartir la única dote de que disponen: proteger las patentes que se agotan y extender los derechos de propiedad intelectual sobre la genómica, la nueva tierra prometida de una industria que boquea en su propio vómito. O convierten a la dotación genética del ser humano en una fábrica de fármacos patentables, o el futuro será para ellas tan transparente como para los medios de comunicación tradicionales después de AOL-Time Warner.

Pero, como ya comienzan a experimentar otros gigantes industriales en sus respectivos terrenos, el mundo se les fragmenta y los enanos comienzan a crecer por doquier. La estrategia de la fusión desparrama por el camino un sinfín de actividades que para las corporaciones ya no es rentable y que ahora, los pequeños, por primera vez pueden acometer. Mientras los grandes acumulan burocracia y depresión científica por su creciente dependencia del mundo universitario y de las hiperactivas iniciativas desprendidas de la actividad académica, la Red reduce los costos de marketing, publicidad, distribución y venta de las pequeñas empresas. Los nichos económicos se crean ahora con la misma velocidad con la que antes desaparecían con graves consecuencias para la salud pública de pueblos enteros.

Javier Villate, en un estimulante artículo sobre la fusión de AOL-Time Warner que publica hoy en en.red.ando, plantea esta contraposición entre los pocos grandes y los millones de chicos como una especie de sino de Internet. La cuestión, como siempre, es de percepción: hacia qué parte del paisaje miramos y qué descubrimos allí que nos preocupa, anima e impele a la acción. Como dice The Economist, en estos momentos no se sabe si lo grande es bello en el mundo farmacéutico, aunque la revista británica recalca que desde 1970 no ha funcionado ninguna fusión entre estas empresas. Al mismo tiempo, por primera vez el mercado está alcanzando una insospechada capilaridad gracias a Internet. Donde, al parecer, antes eran necesarias inversiones faraónicas para suministrar los cuidados sanitarios básicos, ahora se abren nuevas posibilidades incluso para la investigación y el desarrollo farmacéutico, así como para políticas innovadoras de salud pública en los países en desarrollo. Campos todos ellos a los que la ambición mercantil de las farmacéuticas aplicó durante décadas una política de tierra arrasada.

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