Hábitats de diseño

Luís Ángel Fernández Hermana - @luisangelfh
21 agosto, 2018
Editorial: 230
Fecha de publicación original: 29 agosto, 2000

No creas al que de la feria viene, sino al que a ella vuelve

La Red está a punto de convertirse en una verdadera naturaleza artificial, con todas las complejidades que se puedan esperar de un entorno de estas características. Una naturaleza compuesta por hábitats electrónicos que no dependerán para su funcionamiento de la presencia del ser humano. Intercambiarán energía, sustentarán a una población diversa, ejercerán labores de mantenimiento –reequilibrio–, vigilarán su propia información, detectarán errores o excesos, propondrán soluciones y las implementarán. En el fondo, es el resultado de un proceso de maduración que se ha venido incubando desde la misma concepción de la Red y la multiplicidad de sistemas de almacenamiento y transmisión de información desarrollados durante los últimos 40 años (el primer Sputnik, uno de los banderazos de salida más emblemáticos de este proceso, se lanzó en 1957).

A esto se suma un alud de innovaciones que se está gestando fundamentalmente en diferentes centros de Europa, Japón y Estados Unidos. Por ahora, lo que tenemos en las manos es un descomunal rompecabezas. Pero, como aseguran muchos de los protagonistas de estas investigaciones, las piezas van encajando con prisas y sin pausas. Por una parte están los nuevos lenguajes de la web, capaces de detectar información repetida o relevante. Por la otra, los sistemas de conocimiento distribuidos con una alta capacidad de organización de la información. Más allá están los sistemas de auto-organización que podrán establecer enlaces automáticos entre diferentes áreas de conocimiento a partir del comportamiento de los usuarios. Y cubriéndolo todo, la comunicación inalámbrica, invisibles aspiradoras de la información y el conocimiento almacenado en la Red dispuestas a distribuir los datos pertinentes tan pronto como se encienda un dispositivo en sus inmediaciones. En suma, la computación discreta y omnipresente.

La computación discreta supone la integración de muchas de las cosas que hemos visto, sabemos que existen e, incluso, en ocasiones, nos hemos servido de ellas en las últimas décadas, como la comunicación móvil interpersonal, la electrónica de consumo (desde los equipos de música hasta las lavadoras o el arranque de los coches), los parabrisas-pantalla, las viviendas y edificios inteligentes, el control informático de la red viaria, los videojuegos, el papel con tinta electrónica, la autoverificación remota del funcionamiento de dispositivos electrónicos y un largo etcétera. Es la conexión total y a tiempo completo, independientemente de que la usemos o no, o del mecanismo concreto que decidamos utilizar en cada caso, ya sea unas gafas con visión de vídeo, un bolígrafo con pantalla para textos cortos, cualquiera de las superficies de un coche, un chip incrustado en alguna parte del cuerpo (útil para hospitales y servicios de este tipo) o, incluso, un teléfono móvil de las generaciones venideras (ya sea de oro, como los de Alemania, o de cobre, como los de España). Como ya vimos en el editorial «El Imperio de la Red Naciente» (22/8/2000), Japón lidera por ahora este proceso. Hace apenas un año, el país oriental apenas salía en las estadísticas demográficas y de contenido de Internet. Ahora asoma algo más que la cabeza: toda su poderosa industria de la electrónica se apresta a dar el gran salto.

Pero esto no es suficiente. La creación de hábitats electrónicos discretos, por más «invasivos» que los imaginemos y los diseñemos, tan sólo garantiza que la información y el conocimiento estarán, literalmente, en el aire. Otra cosa será atrapar precisamente la información y el conocimiento que necesitemos. Lo que hoy se denomina como «el contenido». Es decir, lo que en en.red.ando consideramos como el producto de la fórmula PIC, el código genético de la Red: Participación, Interacción y Crecimiento de la información y el conocimiento a partir de las dos primeras premisas (en inglés, curiosamente, las siglas serían PIG). En otras palabras, comunicación para crear conocimiento a través de la modificación (la interacción) de los mensajes.

Las soluciones de que hemos dispuesto hasta ahora nos han servido relativamente durante este primer lustro de despegue. Ahora comienzan a parecer cada vez más rudimentarias, cuando no un insulto a la inteligencia individual y colectiva de los internautas. Si hacemos caso de lo que nos ofrecen los megaportales y las grandes corporaciones para este salto hacia la computación discreta, pareciera que todos nos vamos a desvivir por los horarios de trenes, las cotizaciones de la bolsa o el último éxito musical de los 40 principales. Algunos sí, aceptémoslo, pero los cientos de millones de conectados a la naturaleza virtual previsiblemente tendrán también otros intereses, otras necesidades, querrán hacer otras cosas además de fascinarse por la hora de salida del próximo vuelo hacia Samarkanda parpadeando en la pantallita de un reloj. Horario, por otra parte, que no podrá «modificar» ni con el que podrá «interactuar», como ya ocurre hoy cuando uno mira el panel de horarios en una estación, o en un aeropuerto, y sufre irremisiblemente el mensaje de retraso o cancelación del viaje en cuestión.

La clave de la Red discreta residirá en cómo generaremos conocimiento, para quiénes y en qué contexto. Y aquí es donde entran en juego muchas de las otras piezas de este gigantesco rompecabezas de la naturaleza virtual, en particular los nuevos lenguajes de la web. El objetivo es conseguir que la Red se construya como una especie de memoria colectiva que se sume a la capacidad intelectual de cada individuo. Este será el primer paso hacia el desarrollo de nuevos espacios electrónicos, donde cada uno –individuo, colectivo, empresa, organización, institución, etc.– pueda establecer los límites de su hábitat en función del conocimiento que genera y que necesita mediante una comunicación específica, y no sólo de los formatos tecnológicos que le permite manipularlo y transmitirlo. Sobre esto, más la próxima semana.

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