Galaxias con código de barras y estrellas

Luís Ángel Fernández Hermana - @luisangelfh
5 febrero, 2019
Editorial: 279
Fecha de publicación original: 7 agosto, 2001

Quien no tiene vergüenza, toda la calle es suya

El Secretario de Defensa de EEUU, Donald Rumsfeld, en una de esas intervenciones dignas de quedar plasmadas en el bronce, aseveró en una conferencia de prensa a finales del pasado mes de mayo: «El poderío de EEUU en el espacio está amenazado por estados y grupos terroristas que pueden atacar en cualquier momento nuestros satélites y poner en peligro nuestra seguridad nacional». En un ejercicio de cinismo que no dice mucho en favor de la profesión, a los periodistas presentes no les dio la risa tonta. Todo lo contrario, siguieron tomando notas como si tal cosa. El objetivo de las paranoicas palabras de Rumsfeld lo explicitó él mismo: en los próximos años, su país, y su ministerio, gastarán cantidades ingentes de dinero en satélites artillados para evitar ataques ahí arriba que pongan en peligro las vidas de la gente, pongamos, de Connecticut.

Bush está vendiendo esta nueva vuelta de tuerca militar como un escudo antimisiles, la «Guerra de las Galaxias II» después de la que le sirvió a Reagan para desmantelar a la Unión Soviética. Pero, esta vez el tiro le puede estropear su electoral sonrisa. La maquinaria militar estadounidense trata desesperadamente de encontrar su lugar en un mundo donde no hay guerra fría que la asista, las guerras calientes las liquida con la aviación y no sabe cómo distanciar el instrumental bélico del civil. El hecho de que la información, tanto en infraestructuras como en contenido, se haya convertido en el activo más importante de las naciones, achica los espacios virtuales y sienta cada vez a más comensales a una mesa hasta ahora destinada a invitados industrialmente privilegiados.

Es un problema. Al único imperio que ha quedado en pie tras la aparición del capitalismo hace un par de siglos, cada vez le resulta más costoso caminar sólo. Al no querer sentarse a hablar con los demás (típica cultura de metrópolis), las inversiones en seguridad para atrincherar su propio territorio prometen abrir una distancia política, social y económica considerable no sólo con respecto al resto del mundo, aliados (si existen) incluidos, sino incluso dentro de su respectivo tejido social, que será el primero en sufrir las consecuencias de prepararse para una amenaza inexistente.

Sea como sea (¿mucho cine, literatura de bolsillo, periodismo de ficción?), los militares dicen que se han convencido, y nos quieren convencer a los demás, de que hay poderes en la tierra que están dispuestos a iniciar una guerra contra EEUU en el espacio. No pegarle un pelotazo ocasional a un satélite, sino embarcarse en una guerra espacial en toda regla. La excusa sirve para apuntar, en primer lugar, a los propios EEUU, la única potencia que, por ahora, tiene el poder de liquidar satélites en órbita y está intentando adquirir más capacidades para conseguirlo a través de la «Guerra de las Galaxias II», tras el fiasco de la primera versión. La de Reagan no logró desarrollar ningún arma digna de tan ampuloso título, aunque las inversiones en redes de ordenadores interconectados puso a la URSS de rodillas. Ahora la cuestión es diferente: la Sociedad de la Información se sostiene sobre sus cimientos en el cielo. Y hacia allí apunta una política imperial destinada a crear fricciones con toda la comunidad internacional.

La diferencia esencial entre la Sociedad de la Información y la Industrial es precisamente que la información, en la primera, está contenida en espacios virtuales imposibles de cercar y distribuida a través de un intrincado y complejísimo entramado tecnológico. Las herramientas para crear y actuar en ese ciberespacio son las mismas para todos. Y todos los que acceden a ese ciberespacio tienen la misma capacidad de expresión, exactamente lo contrario de lo que sucedía (y todavía sucede) con los espacios industriales, donde el dominio de los medios de comunicación vehiculan también los privilegios de quienes los controlan y dirigen.

A pesar de lo cual, todo apunta a que EEUU, y posiblemente alguna potencia más, despilfarrarán en los próximos años miles de millones de dólares en el esfuerzo militar más inútil de la historia. En primer lugar, no hay nada de lo que se pueda poner en el espacio, tanto para atacar a otros satélites como para protegerlos, que no sea vulnerable desde tierra, ya sea apuntando a centros de comunicación, a las instalaciones de las operadoras de telecomunicación o a los interruptores de billones de fibras ópticas que alfombran el subsuelo terrestre y marino. De hecho, el mayor desastre de este tipo en tiempos de paz todavía no se ha calibrado en términos económicos.

No fue necesario ni un ataque terrorista ni la acción de un «estado gamberro», según el lenguaje de la Casa Blanca. Bastó que un operador de InterNic, la empresa que controlaba los registros .com, .org y .net, se equivocara una mañana al actualizar la base de datos y «cegara» el tráfico de correo electrónico de millones de usuarios un infausto día de 1996. Gracias a que la Universidad de Los Andes de Venezuela, se había constituido en un nodo de la red troncal de Internet a través de Comsat (enlace vía satélite), se pudo restituir el servicio, aunque EEUU nunca ofreció una valoración económica de lo que supuso esta «pequeña ayuda».

Este despiste podría entrar en el capítulo de otra clasificación de los enemigos potenciales: los hackers. Pero, a la vista de la forma como actúan estos, resulta difícil imaginar que se decidan por la costosa empresa de mandar satélites al espacio para atacar a los que ya están en órbita. Es mucho más barato desviarlos de su curso mediante un ordenador, como aseguran fuentes no oficiales británicas que le sucedió a este país con un satélite espía. ¿De qué le hubiera valido ir cargado de haces de partículas o cañones de neutrones? ¿A qué barrio le habría disparado cuando detectó que le estaban palpando los sistemas de guiado? Si esta historia es cierta y todavía no han encontrado a los responsables de la maniobra, ¿cuál es la medida de seguridad más eficaz, entonces, en un mundo donde cada vez habrá más ordenadores interconectados y cada vez serán más dependientes de las comunicaciones por satélite? ¿Cómo evitar el efecto cascada en la infraestructura de información que produciría el zumbarle una castaña a uno de estos artefactos espaciales?

En segundo lugar, pues, la medida cautelar más eficiente –y pacífica– es que todos, países, instituciones, empresas y ciudadanos, formen parte de la misma infraestructura de comunicación, tanto arriba en el cielo como abajo en la tierra. Todos compartiremos el mismo interés por salvaguardarla, porque todos dependeremos de su funcionamiento en la misma medida. Claro que estas no son las inquietudes que abundan por el Pentágono. Allí la cuestión fundamental es: «Si no nos pueden atacar con tanques y aviones, seguro que lo intentarán destruyendo nuestro sistema espacial». Esta lógica es la que inspira la financiación del escudo de misiles y la multitud de iniciativas que éste comprende en el espacio.

Por ese camino, Bush conseguirá que el arma principal de la «Guerra de las Galaxias II» tome la forma de un boomerang que le golpee en la cabeza. El dinero que sirvió bajo la era Reagan para asfixiar al imperio soviético, puede convertirse ahora en una soga en su propio cuello (y en el de quienes lo sigan) porque la guerra fría ha acabado y el mundo se va configurando, de una u otra manera, como un escenario multipolar, tanto en lo que a potencias se refiere, como a las sucesivas capas políticas que comienzan a expresarse en la Sociedad del Conocimiento.

En una entrevista publicada en el diario español El País hace ahora un año (25/8/00), Vernon Walters, ex-director de la CIA y embajador de EEUU en la Alemania a la que inexplicablemente se le cayó un muro que debía durar un siglo, narraba así la debacle de la URSS: «Poco después de ser nombrado presidente, Ronald Reagan convocó una serie de reuniones sobre, digamos, el estado del mundo. Yo asistía a ellas como subdirector de la CIA. Cuando sus asesores empezaron a hablarle de Rusia, él les empezó a preguntar: «¿Podemos utilizar con ellos el arma nuclear?». Los asesores, como él esperaba, lo desaconsejaron: moriría demasiada gente. Reagan preguntó entonces: «¿Ganaríamos una guerra convencional?». La opinión general era que el ejército convencional soviético era extremadamente poderoso y que nadie podía garantizar una victoria. Entonces Reagan les preguntó qué era lo que Estados Unidos tenía y Rusia no tenía. Él mismo se contestó: “Dinero”. Y el dinero acabó con Rusia. […] Así se puso en marcha la guerra de las galaxias, que salió carísima, y otras iniciativas paralelas.»

La cuestión ahora es: ¿quién saldrá quebrado de este nuevo intento de llenar la galaxia con los códigos de barras y las estrellas de tan imperial bandera?

print