Futuros debatibles

Luís Ángel Fernández Hermana - @luisangelfh
6 febrero, 2017
Editorial: 70
Fecha de publicación original: 6 mayo, 1997

Fecha de publicación: 6/5/1997. Editorial 70.

Cada gallo canta en su muladar

A medida que el ruido social de Internet crece, pareciera que toda una serie de marmotas (dicho con todo el cariño que uno le tiene a esta especie) comienza a desperezarse y a contemplar, no sin sorpresa, que el entorno se lo están cambiando sin que nadie les haya pedido permiso. Esto, como sabemos, suele ser muy molesto, sobre todo para el afectado. La historia de los seres vivos está repleta de conflictos generados por la dificultad de compartir los espacios vecinos. Muchas veces esto ha dado lugar a legítimas protestas, reclamos y acciones directas en defensa del territorio propio y, en otras, estamos simplemente ante el derecho al pataleo de quien se ve desprovisto de repente de su juguete favorito. Algo de esto está pasando con gran parte de la discusión sobre «qué es Internet», «adónde nos lleva», «qué tipo de mundo prefigura», «cuál es su modelo de sociedad», etc.

En este caso particular, una parte importante de lo que sin duda es una polémica de actualidad rabiosa, a veces no viene potenciada por argumentos de fondo, sino simplemente por el hecho deslumbrante del crecimiento vertiginoso de Internet, como si esto fuera un valor en sí mismo suficiente para edificar sobre él todo el armazón de un modelo maduro del futuro (o de su rechazo). En esta trampa caen tirios y troyanos y, me parece, que hay razones para ello: a diferencia de otros modelos autoevidentes, en el caso de Internet el punto de observación determina en gran medida el análisis del fenómeno. Se puede discutir sobre la proyección de la Red desde fuera (sin conectarse) o desde dentro (viviendo en el ciberespacio). Nuestros intelectuales no son ajenos a esta pleitesía a lo que podríamos denominar el «síndrome del farero».

No creo necesario validar (o descalificar) la discusión sobre Internet por las apelaciones coyunturales de algunos gurús al reino de los milenarismos o las utopías. El papel de la tecnología en la historia de la humanidad tiene suficiente entidad como para discutir sus implicaciones culturales sin necesidad de echar mano a referencias colaterales. Es cierto, como dice Lucien Sfez, que a veces este tipo de mitologías (que, por otra parte, nos han acompañado a lo largo de la historia) pueden armar a los gobernantes y estimular la obediencia de los gobernados. Pero no podemos olvidar que la mejor receta para conseguir ambos efectos es precisamente la desesperanza, un producto que el poder consigue fabricar y comercializar con extremada facilidad, como lo demuestra su manejo de los desequilibrios sociales en su ventaja. El paradigma de esto podría ser la denominada relación Norte-Sur, en cuanto metáfora de la concentración de la riqueza en manos de unos pocos y del discurso sobre la imposibilidad de modificar semejante circunstancia.

No hace falta recalcar que la discusión de en.re.dando sobre Internet se realiza desde «dentro»: para mí, el crecimiento exponencial de la Red tiene desde luego una gran importancia, pero totalmente supeditada a la actividad que se desarrolla en ella y a la forma como ésta modifica a la propia tecnología: o sea, estamos hablando de un proceso cultural elaborado por todos los que participan en la Red. Esta es, de partida, la gran salvedad a la que muchos intelectuales debieran referirse cuando examinan el «fenómeno Internet» en vez de encuadrarlo con tanta premura en la historia de los medios de comunicación (o de las tecnologías de la información) y de sus más recientes innovaciones, como la televisión. Internet supone la apertura de una rama evolutiva diferente, porque por primera vez su contenido (su contenido cultural) no está determinado sólo por la composición corporativa de los grandes emisores de mensajes, es decir, por la forma como se articula verticalmente el poder, sino que existe una horizontalidad sin precedentes entre los usuarios, incluso aunque se produzca dentro de un orden o en medio del desorden generalizado (sobre gustos, ya se sabe…).

Internet, nos guste o no, ha modificado el paisaje de la relación entre la tecnología y la cultura (un paisaje, por cierto, que nunca se está quieto). Si hace 20 años ya se planteaba que el principal caudal de la clase gobernante del capitalismo era el conocimiento, hoy también lo es, pero en circunstancias bastante diferentes. Solo la transformación de los sistemas educativos a través de las redes, con la potenciación de una –todavía incipiente– relación simbiótica entre alumnos y profesores, plantea la cuestión de la generación, adquisición y síntesis del conocimiento sobre planos sin precedentes históricos, a menos que nos remontemos a relatos antropológicos relacionados con la tribu (y unas ciertas dimensiones de las poblaciones). Por otra parte, la conquista de la voz por millones de seres (cosa que no sucedía con los medios de comunicación basados en el modelo «uno emite y los demás escuchan») comienza a modificar también el propio paradigma de las tecnologías de la información al uso. No se puede meter en un mismo saco lo que desde este punto de vista representa socialmente Internet, con los intentos de corporaciones y gobiernos de recuperar su poder sobre el conocimiento a través de TV digitales, cables y toda la parafernalia en la que la infraestructura –la institución social vertical– predomina por sobre la actividad generada por los ciudadanos. En esta tensión se sustenta la crítica potencial del «status quo» y se proyectan posibles salidas.

Stelarc, en la entrevista del mes de mayo que publica en.red.ando y que todo internauta debería leer, sostiene que Internet nos permite trabajar con lo que él denomina futuros debatibles, todo lo contrario de soluciones ciertas deducidas de una agenda ideológica o académica. Los gurús son los que plantean las desembocaduras preconcebidas a túneles todavía no excavados. Pero, quienes trabajamos con la Red para hacer cosas que ya no podíamos hacer en nuestro mundo real y que, además, mantenemos completamente difusa la frontera entre el espacio real y el virtual (es decir, no hemos cancelado la susceptibilidad a la experimentación), estos futuros debatibles no son entelequias fantasmales, sino el producto de la tensión con la situación actual que, recordémoslo, está forjada por el liberalismo salvaje impuesto por gobiernos y corporaciones.

En muchas de las discusiones acerca de Internet se percibe que el «pensamiento» se ha desplazado hacia una zona demasiado poblada para el gusto de filósofos y otros celadores del fuego agrado del conocimiento. Quizá ellos tienen razón al alertar de que Internet es mucho ruido y pocas nueces. Pero el mundo que tenemos hoy es también producto del poco ruido que ellos provocaron y las muchas nueces que rompió el poder con su silencio cómplice. En este sentido, me interesa más el manifiesto del Foment d’Arts Decoratives (FAD) recientemente hecho público en Barcelona, que concluye así: «Afirmamos que los hackers, los okupas, los artistas multimedia, los disc-jokeys y otra gente que busca los límites, están más cerca del activismo cultural que nuestros intelectuales». El mismo documento pregunta a estos de qué nos ha servido la democratización de la cultura si la hemos utilizado para vaciarla de contenido al convertirla en un proceso teledirigido desde el poder.

En Internet, basta conectarse para comprobarlo, se está produciendo una reformulación cultural que plantea con una fuerza desconocida bajo el capitalismo la cuestión de múltiples futuros debatibles, todos ellos cargados de riesgos nuevos, actuales y antiguos. Puede ser que a nuestros intelectuales les ponga nerviosos esta complejidad de nuestro destino asumido por millones de personas ajenas a los ámbitos de la academia. Aunque sólo fuera por esto, el fenómeno ya merece algo más un simple vistazo o el despacharlo con dos plumazos.

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