Exclusión o Autismo

Luís Ángel Fernández Hermana - @luisangelfh
26 febrero, 2018
Editorial: 179
Fecha de publicación original: 7 septiembre, 1999

Quien hambre tiene, con pan sueña

A principios de agosto, Yaquine Koita (14 años) y Foundé Tounjara (15 años), ambos guineanos, decidieron hablarle al pueblo europeo sobre el sufrimiento cotidiano del continente africano y reclamar su ayuda para salir del pozo. Se acomodaron en el tren de aterrizaje de un avión belga en Conakry (Guinea) y llegaron muertos a Bruselas, con una nota manuscrita en el bolsillo. Una radical tecnología de comunicación que funcionó durante un par de días. Al conocer el contenido de la nota, Europa se conmovió. Europa necesitó la sencilla narración redactada por los dos cuerpos atrapados en un tren de aterrizaje para sospechar que en África hay problemas y que los sufren gente con nombres y apellidos. Louis Michel, ministro de Asuntos Exteriores de Bélgica (¡Bélgica, ex-potencia colonial!), exclamó, sin sonrojarse: «No podemos dejar sin respuesta este grito en favor de una vida mejor» y se comprometió a llevar la misiva a sus colegas de la Unión Europea para que también ellos conocieran, de primera mano, aunque ya fría y enterrada, lo mal que se vive en África. No sabemos si la carta les llegó antes o después del eclipse de Sol, que oscureció definitivamente la existencia mediática de los dos guineanos.

A mediados de agosto, a Moubiala Kipupa le tocó vivir otro episodio de esta radical tecnología de comunicación. Kipupa es un refugiado de la guerra de Kabila, en el antiguo Zaire, que ahora vive en Gijón. Alguien descolgó a Clarice, su hija de cuatro años, con el número del teléfono móvil de su padre en un bolsillo (otro papel, otro mensaje, la misma esperanza), por encima de la verja de 2,7 metros de altura que separa a Ceuta del resto del continente africano. Cómo llegó Clarice desde el Congo hasta allí, no se sabe muy bien. Pero, desde luego, no fue en el confortable asiento de un autobús, ni en avión. En los quince minutos de ocupación mediática que se le concedió, Kipupa tuvo tiempo para dejar un titular: «Pido que se dé a los refugiados políticos congoleños un trato similar al que se dio aquí a los kosovares. Todo el mundo quiere ahora hacer una película con mi caso, pero si quieren ayudarme de verdad, que me den trabajo».

Estos son casos excepcionales, radicales, de los que podríamos llamar una comunicación social transitoria con un alto grado de eficacia respecto a los contenidos, algunos de los cuáles se transmiten con una cierta nitidez. La norma es el autismo. El Norte prefiere ensordecer la situación del Sur del planeta, ese punto cardinal de la pobreza, la marginación y la desesperación, con la mullida colcha de las guerras, los terremotos, las inundaciones, las epidemias, las matanzas o cualquier otra catástrofe, donde no aparecen nombres propios ni voces que expliquen directamente, por ellas mismas, sin intermediarios de ninguna clase, qué está sucediendo, qué necesitan y cómo lo quieren resolver. Es una tecnología de comunicación social constante con una bajísima eficacia respecto a los contenidos, los cuales aparecen siempre borrosos por su dimensión generalizada, catastrofista y casi sin protagonistas identificables. Los medios de comunicación de los países ricos ni siquiera necesitan esforzarse para poner en práctica este tipo de comunicación. Cuentan con el apoyo tácito o expreso de las formaciones políticas y del grueso de la sociedad. Nada permitía aventurar un cambio sustancial en este estado de cosas, hasta que se popularizó el uso de Internet desde principios de esta década y, en particular, desde hace cinco años.

La exclusión social, tan vieja como el pan pero maquillada con afeites nuevos por la dinámica peculiar de la globalización, se autoalimenta del autismo de quienes pueden construir puentes hacia los sectores marginados, pero prefieren comprar hamacas para contemplar el paisaje. Internet ofrece la posibilidad, por primera vez, de llevar la voz, las necesidades y los planteamientos de estos sectores hasta el salón de quienes poseen el uso y goce de los recursos. Sin intermediarios, sin necesidad de guerras o catástrofes que proyecten grandes titulares. De hecho, esta posibilidad real es el primer motor de la discusión sobre exclusión social como un problema en búsqueda de soluciones que hoy predomina en muchas regiones de Internet. Y, de hecho, también, esta posibilidad vive una realidad concreta desde 1991, cuando la Association for Progressive Communications (APC) se constituyó como una Red de Redes regionales y subregionales de los cinco continentes dedicada al medio ambiente, los derechos humanos, el antimilitarismo, el desarrollo, etc. La APC ya mostró el camino con ocasión de la Cumbre para la Tierra de Río de Janeiro en 1992. En el Forum Global que acompañó a aquella Conferencia sobre Medio Ambiente y Desarrollo, cientos de ONG de todo el mundo aprendieron a utilizar Internet para comenzar a perforar los tímpanos de un Norte autocomplaciente, procurarse recursos técnicos y financieros, intercambiar experiencias y conocimientos, todo ello sin depender de la franja física que ocupaban en el globo.

Pero Internet, como factor esencial para romper la exclusión social, requiere de acciones dirigidas en esa dirección. Los teléfonos no suenan porque estén conectados y los contactos no se producen porque se hayan instalado las líneas. Es necesario que alguien marque el número y que encuentre a su interlocutor para establecer o mantener una relación. Es el primer paso para crear redes que ejerzan algún impacto significativo sobre las cada vez más pronunciadas diferencias sociales y económicas que afectan a nuestras sociedades. Y cada vez está más claro que esto es lo que están haciendo los propios internautas en cuanto sociedad civil en muchas partes del mundo, a través de iniciativas empresariales que desarrollan nuevas tecnologías de encuentro de interés social, crean nuevos ámbitos de transferencia del conocimiento y la capacitación, nuevos espacios para el intercambio de experiencias. Este es el gran cambio de este final de siglo. La percepción de que no vamos a aceptar la exclusión social a escala global jamás ha sido tan fuerte como ahora, ni siquiera en la época más álgida de la guerra fría cuando en el paisaje social predominaba el tinte carmesí de los diferentes marxismos. Y en la maduración de esta percepción tendrá mucho que ver la llegada del «otro» con voz propia a través de las redes hasta nuestra propia casa.

O esto, o la discusión sobre la exclusión social tendrá todos los números para convertirse en otro de esos temas masturbatorios estrella a que son tan aficionadas las sociedades opulentas. Un repaso a algunos de los acontecimientos e informaciones del mes de agosto permite aquilatar la distancia que separa a los márgenes de la exclusión y la facilidad (o dificultad) para situarse en uno de ellos. Mientras el caso de los dos chicos guineanos ocupaba los titulares de la prensa europea y llenaba de horror a los biempensantes sobre el triste destino de África, decenas de pateras cruzaban los cien kilómetros que separan a Marruecos de las playas de Fuerteventura. Pateras cargadas de hombres ilusionados, escapados del hambre, cuya existencia sólo trascendía si morían ahogados poco antes de llegar a tierra o si eran devueltos a su país tan pronto eran encontrados por la policía. Nadie sabe el nombre de ninguno de ellos. Ni siquiera el de los siete audaces y desesperados subsaharianos que trataron de llegar a Ceuta en un bote inflable de juguete.

Apenas el ministro belga Louis Michel se fue a la sede de la UE para enseñar la carta de Koita y Tounkara, España reforzó el sistema de vallas y muros que separan a Ceuta de Marruecos para evitar el paso de inmigrantes. La ONU, por otra parte, denunciaba que los países ricos han reducido la ayuda humanitaria en un 24% desde 1992. Unicef aseguraba en un informe, cuya publicación algunos países ricos trataron de impedir, que la mortalidad infantil en Irak –un país sin Internet– se ha duplicado desde que se decretó el embargo en 1991. De una tasa de mortalidad de 56 niños por 1.000 al año, ahora se ha pasado a 131. Según el informe esto supone más 500.000 menores fallecidos por la decisión de mandar el país a la más oscura Edad Media. Eso es exclusión social e histórica, una nueva categoría de marginación que también encuentra el silencio oficial y social del Norte como respuesta.

 

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