El sexo de Clinton deprime mucho

Luís Ángel Fernández Hermana - @luisangelfh
19 septiembre, 2017
Editorial: 133
Fecha de publicación original: 15 septiembre, 1998

Soplar y sorber, no puede ser

Millones de estadounidenses acaban de comprobar que el sexo de su presidente, tan aireado últimamente en boca ajena, les ha colocado a las puertas de una depresión mayúscula y les ha abocado a la mayor de las soledades. No por una cuestión de admiración desmedida hacia la inalcanzable figura del habitante de la Casa Blanca, ni por envidia, decepción, asco o impotencia propia ante la gimnasia erótica del máximo mandatario. La culpa del desánimo reside en haberse enterado de todas las entretelas del caso Lewinsky por el medio equivocado: Internet. Y eso que hace apenas un par de semanas, nada menos que la Universidad Carnegie Mellon, el centro que jugó en el pasado el papel de partera de ArpaNet –la precursora de Internet–, avisó a todo el mundo que la Red de Redes tenía dicho efecto perverso sobre sus usuarios: les conducía, bit a bit, hacia la depresión y la soledad. Un estudio de la famosa universidad llegó a esta conclusión tras encuestar a 169 habitantes de los 60 millones que pueblan Internet. Un ensayo muy propio de EEUU para sacar conclusiones generales que afectan a todo el mundo. Lástima que los investigadores hayan perdido la oportunidad de sacar resultados más fructíferos a raíz de la publicación digital del informe Starr.

En los años ochenta me tocó llevar el suplemento de salud de El Periódico de Cataluña. Cada tres días me llegaba un informe de este tipo a la mesa. Un equipo de una universidad de alguna parte de EEUU había metido a 30 personas en una habitación, los había atiborrado con aceite de oliva durante tres semanas y, lógicamente, había llegado a la conclusión de que la dieta mediterránea era, cuando menos, inestable para la salud de todo el mundo. Así fueron quedando por el camino pescados de distinto color o preparados con diferentes sales, frutas de uno u otro tipo, hábitos culinarios o laborales, etc. Lo que siempre me llamaba la atención es que nunca decían nada sobre los conejillos de indias. ¿Eran seres felices en sus vidas privadas? ¿sus asuntos sentimentales discurrían como la seda o el esparto? ¿sus hijos –o ellos como hijos– se comportaban como el modelo que imponía el mito americano? ¿les producía más ansiedad el verde del billete que el de la lechuga de su dieta, o viceversa? En otras palabras: ¿dónde quedaba el estilo de vida ante tanto estudio de conductas extremas?

Algo parecido sucede ahora con la insistencia en que Internet conduce, por lo menos, a la depresión y la soledad (hay otros que ascienden en equipo hacia el primer cometa que surca el sistema solar). No tengo datos científicos en la mano –ni posibilidades reales de realizar mis propias encuestas–, pero uno sospecha que los maníaco-depresivos y los seres solitarios que abundan en nuestra sociedad sin necesidad de inyectarse bits en vena no estaban esperando a Internet para curar males que proceden de causas muy diferentes. Por poner un ejemplo cercano, la televisión ya se encargó de convertir el tradicional, tribal y charlatán círculo familiar en un zombificado semicírculo. Menos mal que después nos íbamos al bar o al mercado a discutir la jugada mostrada en la pantalla tonta, que si no jamás nos habríamos recuperado a tiempo para llegar hasta Internet.

Por otra parte, en la Red hay una casuística que estos estudios jamás recogen: los recién llegados. Cada día se produce un aluvión de internautas que se estrenan en las lides del intercambio de datos con secuelas previsibles: nunca encuentran lo que quieren y la tecnología funciona con ellos de acuerdo a leyes perfectamente definidas por Murphy. Si algo existe pero hay que dar más de dos pasos para descubrirlo, uno siempre se parará en el paso anterior. Por ende, el desánimo y la soledad son resultados previsibles en las personas propensas a este estado de ánimo. Si el mundo ya era una porquería antes, mucho más ahora que ni siquiera funciona con algo tan encumbrado como Internet.

Quienes llevamos años en las redes tenemos una experiencia completamente diferente. El círculo de conocidos –e incluso de amigos– se expande sin cesar. Por primera vez se ha trastocado un viejo lema de la antropología: por más que los sistemas políticos, económicos y sociales cambien, un ser humano casi nunca supera el límite tribal de los conocidos, alrededor de un centenar de personas. Es la frontera de la tradición oral cocida y difundida por el grupo humano, ya sea en el ámbito rural o en el urbano. Internet ha puesto la cifra patas arriba y ha borrado precisamente la línea de demarcación entre esos dos ámbitos, tanto en la escala local como en la global. Posiblemente, entonces, la depresión y la soledad proceda, entre otras cosas, de nuestra incapacidad para manejar armoniosamente lo contrario, la superpoblación circundante.

De todas maneras, tras estos años de trabajo con las redes, no hay duda de la aparición de instancias en las que uno debe combatir activamente las tendencias depresivas. En el caso de España y América Latina, por ejemplo, esos momentos vienen propiciados por la factura de Telefónica o por su política abiertamente hostil hacia quienes queremos hacer cosas útiles con las redes. O cuando queremos convertir el trabajo solitario en Internet en una pingüe aventura empresarial junto con los amigos (diversión y dinero, la caraba en bicicleta) y nos encontramos con extraordinarias trabas burocráticas y fiscales que nos vuelven a reducir al papel de Llaneros Solitarios del ciberespacio. Incluso en esos instantes, basta una buena huelga digital para devolverle la alegría al cuerpo y demostrar que no estamos tan solos como nos quieren hacer creer. Un sólo ejercicio de este tipo sirve para demostrar el valor y la virtud de la interactividad. Y nos enseña que lo importante, como siempre, no es la tecnología sino su impacto social, algo que depende –como este concepto indica– de lo que cada uno haga con ella. Lo mismo se le podría decir a Clinton: lo malo no está en el sexo, sino en lo que hace cada uno con él según las circunstancias. Pero Bill, de esto, ya sabe un montón.

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