El oro, para el 2000

Luís Ángel Fernández Hermana - @luisangelfh
12 septiembre, 2016
Editorial: 30
Fecha de publicación original: 30 julio, 1996

Fecha de publicación: 30/7/1996. Editorial 030.

Piedra movediza, nunca moho la cobija

Vinton Cerf sostiene –y en ello no está solo– que Internet está provocando una verdadera fiebre del oro, una carrera desenfrenada tras el metal dorado que atesora la orografía virtual del ciberespacio. Tal y como sucedió durante el siglo pasado en varios puntos del planeta (California, Rusia, Australia), los mineros de hoy excavan vetas digitales o pasan por el cedazo millones de bits en busca del vil metal. El esfuerzo y la inversión en tiempo y herramientas es considerable. Los desplazamientos, también. Si bien hoy no tenemos que liarnos la manta a la cabeza y lanzarnos al monte con un burro cargado de cachivaches, la búsqueda del remanso más prometedor nos obliga a escrutar todos los rincones conectados del planeta para ver si aparece alguna pepita –bit– de oro.

Cerf, uno de los responsables del desarrollo de los protocolos TCP/IP, gracias a los cuales ahora estás leyendo esta página, nos recuerda que en la fiebre del oro suscitada por Internet sucederá lo mismo que en la del siglo pasado: los mineros no serán quienes ganen dinero, sino los vendedores de picos y palas, los banqueros y quienes construyan las carreteras y las ciudades. Es decir, dos tipos de actividades básicas: tender infraestructuras y poblarlas de contenidos para que la gente se mueva, el mercado se agite y la vida se establezca. Cerf se apunta sin timidez a la primera opción, la de los “picos y palas”. No en vano es vicepresidente de MCI para Internet, la primera corporación del mundo en el sector del cable. El ingeniero más de moda en el ciberespacio no cree, por supuesto, ni que nos estemos acercando a un colapso de las comunicaciones por culpa del crecimiento de Internet, ni que la cacareada lentitud de las conexiones ahuyente a potenciales “mineros”. Su compañía, entre otras, se encargará de esas minucias y tenderá carreteras y calles por doquier, eso sí, siempre de peaje (ése fue, al menos, el mensaje que transmitió durante la Inet-96, que se celebró en Montreal el mes pasado).

Quedan los bancos y los barrios, las ciudades y los medios de transporte, la actividad humana, o sea, los contenidos. Aquí regresamos al tema propuesto en la anterior edición de en.red.ando: el idioma como industria y la industria del idioma, es decir, la representación y presencia cultural de una lengua en el nuevo espacio creado por las redes telemáticas. La globalización de las comunicaciones que propone Internet no es sino la escenificación de una tremenda tensión entre, por una parte, la tendencia natural a ocupar todas las regiones virtuales que abren las redes y, por la otra, la aspiración de estas regiones a existir con una presencia propia. Dicho en lenguaje cotidiano, que no vengan otros a contarnos lo que nosotros mejor sabemos, o que otros nos cuenten tantas cosas de ellos que no tengamos ni tiempo de saber cuáles son las nuestras. Gran parte del futuro de la comunidad ciberespacial se dilucidará en este enfrentamiento. De ahí la extremada importancia que tiene para España –y los países con una cultura sostenida en una lengua propia– el crear ahora las bases de una industria basada en el castellano y arraigada en contenidos propios.

Vista desde el ciberespacio, la polémica europea sobre la penetración y colonización de la industria cinematográfica estadounidense suena a pelea de patio de colegio entre niños de diferentes edades y convenientemente supervisada por los profesores. Las respectivas industrias cinematográficas nacionales europeas admiten de entrada que están derrotadas por el coloso de EEUU y que sólo les queda instaurar un régimen excepcional, una especie de estado de sitio donde la única forma de sobrevivir depende de las cartillas de racionamiento, es decir, de las cuotas de mercado adjudicadas de antemano. Mientras tanto, en Internet comienza a reproducirse un estado de cosas similar, sin que las estructuras políticas, pero sobre todo las industriales, reaccionen a lo que ya se adivina como una repetición del esquema del cine. El último estudio de la consultora Forrester indica que nadie hará dinero poniendo contenidos en Internet hasta, por lo menos, el año 2000. Según este trabajo de campo, el número de conectados no llega a conformar todavía la masa crítica necesaria para hacer despegar económicamente la industria del ciberespacio. A final de siglo las cosas cambiarán, según Forrester, no sólo porque se incrementará considerablemente la población internauta, sino porque ésta, a su vez, se verá estimulada por las ofertas que irán cuajando durante estos cuatro años. Ese es el tiempo, pues, que tenemos para preparar un sector vigoroso suministrador de información y conocimiento en castellano que no se vea vampirizado a las primeras de cambio por las grandes corporaciones de EEUU.

Detesto la idea de que dentro de cuatro años estaré escribiendo una edición de en.red.ando dedicada a constatar que los mejores servicios en castellano en Internet proceden de Texas o Wisconsin, donde encontraremos información pormenorizada sobre la última cosecha de Rioja y si es la idónea para acompañar al “chili con carne” ( ya sé que exagero, pero qué diablos, cosas peores recibimos por la tele o el cine y después nos las comemos y bebemos en el primer “fast food” que pillamos por el camino).

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