El futuro ya no es lo que era

Luís Ángel Fernández Hermana - @luisangelfh
3 octubre, 2017
Editorial: 138
Fecha de publicación original: 20 octubre, 1998

No es más grande el que más abulta

La otra noche me decía un amigo chileno con su peculiar gracejo: «Las cosas son como son y lo demás son huevás». De esta manera sentenciaba una especie de orden inmanente del mundo y, a la vez, una curiosa expectativa ante su caprichoso comportamiento. Pero si bien las cosas son como son, no cabe duda de que ahora comienzan a ser de otra manera. Por ejemplo, ahí tenemos a Augusto Pinochet, rodeado de policías que, por primera vez en su vida, no tienen como misión protegerle, sino mantenerle bajo detención. Si las cosas son como son, jamás habríamos tenido la oportunidad de vivir un momento tan insólito como éste: uno de los dictadores más emblemáticos de este final de siglo, cuyo nombre condensa toda la barbarie del poder desatada contra sus propios ciudadanos, está a punto de ser juzgado a pesar de haberse acorazado con todas las leyes imaginables de punto final. Las cosas son como son, es cierto, pero están cambiando que es una barbaridad.

Pinochet todavía puede eludir a la justicia mediante pactos políticos de alto nivel. Pero a él, y a los dictadores y genocidas que forman parte de su corte, el trasero, como el mundo, se les ha reducido de tamaño desde este fin de semana. No importa el grosor de su blindaje jurídico o físico, cada vez están más al alcance de sus víctimas y de su reclamo de justicia. Ni acuerdos políticos entre partidos, ni leyes de impunidad o de inmunidad, ni apelaciones al derecho internacional, podrán detener una realidad cada vez más patente: por entre los resquicios de la política «tradicional» asoma una nueva forma de ver y actuar sobre las cosas. Y el hilo que hilvana este cambio son los poderosos resortes de información y comunicación al alcance del ciudadano de a pie. Cada vez le resultará más difícil al poder mirar par a otra parte ante estados de opinión expresados por vías aparentemente insólitas, pero de una elevada eficacia por su capacidad comunicativa y movilizadora.

Pinochet ha llegado a la cita con este cambio de las cosas en el lugar y el momento equivocados, para él. Quizá pensó que el hilo de la historia seguía siendo el mismo desde aquella noche del 11 de septiembre de 1973 en que apareció en televisión, rodeado de los otros tres comandantes en jefe, para anunciarnos que había tomado el poder con el fin de demoler los sueños de toda una época. Sus palabras anunciaban destrucción con nombres y apellidos. Su tono de voz comenzaba a emitir sentencias de muerte y a otorgar patentes de torturas para conseguir sus objetivos. Nunca un mensaje, ni antes ni después de aquella noche, me transmitió con tanta intensidad la convicción de que ya nada volvería a ser igual desde entonces. Ni siquiera los terremotos que me había tocado vivir. Todo lo que habíamos conocido y vivido hasta aquel momento alrededor de uno de los proyectos sociales más álgidos de América Latina, estaba a punto de ser desgarrado a trizas hasta que no quedara ni rastro. Esa era la promesa con que todos nos fuimos a la cama aquél inolvidable día. Las formas que iba a tomar aquel desgarro apenas se presentían tras las gafas oscuras de Pinochet.

Nadie de los que vivimos los tres primeros días de toque de queda podremos olvidar el vacío de aquellas horas. Encerrados en nuestras casas, apenas sin comunicación con el exterior, pendiente de cuchicheos, sin poder hablar ni con los vecinos, el primer efecto del golpe de estado fue el desamparo de la incomunicación, roto tan sólo por los primeros crujidos de la maquinaria militar. La noche del 12 de septiembre, desde nuestra casa, a poca distancia del Estadio Nacional, comenzamos a escuchar las primeras ráfagas de metralleta, sincopadas, intermitentes, constantes hasta el amanecer. Habían empezado los fusilamientos. Nadie en la casa pudo pegar ojo. De manera atropellada e incontrolable, por la cabeza tenazmente insomne pasaban sin cesar rostros, los rostros de amigos y amigas sobre los que uno comenzaba a preguntarse dónde estarían en esos momentos y si nos volveríamos a ver otra vez. Cuando salimos a la calle el día 13, empezaron a llegar las primeras respuestas. «Se han llevado a fulanito y a parte de su familia. Menganito ha desaparecido, no se sabe si lo han cogido o está escondido». A partir de entonces, el tejido social de Chile fue sometido a un ejercicio sistemático de necrosis militar. Miles de personas fueron separadas de sus referentes habituales a través del asesinato, la tortura, los campos de concentración, la persecución y el exilio. En su furia destructiva, Pinochet no se detuvo ante inmunidades diplomáticas, ni fronteras territoriales o jurídicas, y mandó asesinar a sus enemigos allí donde estos se encontraran, ya fuera en Buenos Aires, Washington o Roma.

El mundo, desde el despacho del dictador, podía parecer ancho y ajeno, un descampado por el que seguir cometiendo tropelías con alegre impunidad. Pero Pinochet, al igual que sus colegas argentinos, en algún momento debió percibir que las cosas no se mantenían en su lugar con la estabilidad acostumbrada. Sobre todo, la memoria colectiva, ese motor intangible que se resistía a detenerse para siempre en aras de la reconciliación nacional y el espíritu del punto final. Olvidemos y sigamos como si no hubiera pasado nada. El dictador y los políticos, como siempre, coincidieron en este dictamen. Por si las moscas, tanto Pinochet como sus colegas argentinos se blindaron con leyes que deberían garantizarles protección jurídica ante la barbarie que desataron con una irrefrenable incontinencia. Ni así.

Este mundo se hace cada vez más pequeño y más compacto. La memoria de unos pasa a formar parte de la memoria de todos con una facilidad insólita. Información y comunicación en manos de los ciudadanos, los dos primeros peldaños de la sociedad que los dictadores destruyen con su primer disparo, abren ahora una larga escalera hacia los tribunales. De hecho, hacia una nueva forma de entender la política. Más de uno con las manos manchadas de sangre debe sentir hoy el culo inquieto, por más que lo tenga depositado sobre un asiento de la asamblea de la ONU o sobre cualquiera de los procesos de paz que proliferan por el mundo. Por más que traten de refugiarse en los pactos del «borrón y cuenta nueva», no será suficiente protección frente a los ciudadanos que se sienten ajenos a estos acuerdos en el nombre de las víctimas de tanto asesinato y de tanto sufrimiento infligido «en el ejercicio del poder», emane éste de donde emane. Su política no es la política de ellos. Y, por primera vez, ahora la pueden ejercer de tal manera que sus mensajes lleguen hasta las orejas adecuadas. Y si éstas no existen, se fabrican entre todos. Desde Clinton con relación al genocidio que se está cometiendo en Irak, hasta los movimientos guerrilleros que hoy participan en procesos de paz, vamos a asistir en los próximos años a muchas sorpresas parecidas a la que hoy se está llevando Pinochet.

Las cosas son como son, es cierto, pero el futuro ya no es lo que era y nosotros no vamos a estar donde estábamos.

print