El efecto Drudge

Luís Ángel Fernández Hermana - @luisangelfh
13 junio, 2017
Editorial: 105
Fecha de publicación original: 3 febrero, 1998

Va la moza al río, no cuenta lo suyo y cuenta lo de su vecino

Un buen, e inesperado, tortazo en la cara ha despertado de golpe a los medios de comunicación tradicionales, sean de papel o audiovisuales, a la realidad del ciberespacio. Esa es, al menos, la lectura que ha sugerido el último acontecimiento que «ha sacudido» a la Red: el asunto de Mónica Lewinsky y el Drudge Report. La historia tenía todos los ingredientes necesarios para convertirse en «otro hito del fin de siglo» (como tantas otras de este estilo, por ejemplo, Lady Di): un Presidente de EEUU, sexo oral y verbal, operaciones de encubrimiento, asedio judicial a la Casa Blanca, conversaciones grabadas, etc., pero sobre todo tenía el atractivo sexual fundamental: nada menos que el Newsweek y el sacrosanto The Washington Post estaban al acecho de la presa y se la quitaron de sus propias narices.

Emilio Fernández – www.fernandezarte.com – @emiliofernandez.arte

Emilio Fernández – www.fernandezarte.com – @emiliofernandez.arte

He ahí el quid de la cuestión. Desde el principio, todo el «caso Drudge Report«, la gacetilla de Los Angeles que divulgó la exclusiva de la bragueta inquieta de Clinton, fue también víctima de su propia noticia: si no se la hubiera robado a dos luminarias como la conocida revista y el emblemático diario de la capital de EEUU, su gesta habría quedado enterrado en el pozo rutinario de los foros y mensajes que circulan sin mayor trascendencia para el mundo exterior. Lo cual, sin embargo, no habría restado ni un ápice de importancia al hecho en sí mismo: Internet cada vez contiene más primicias e informaciones exclusivas, sólo que no afectan a las grandes cabeceras que conforman eso que llamamos la opinión pública. Son primicias que pertenecen al nuevo entramado comunicativo urdido por medios digitales que se asientan en comunidades cuyo funcionamiento no es necesariamente el de la comunidad determinada informativamente por los medios de comunicación unidireccionales. De todas maneras, el asunto del Drudge Report ha servido para iniciar la vivisección de la primicia, uno de los pilares en que se asienta la industria de la comunicación.

Los medios tradicionales compiten entre sí a partir de una serie de variables en las que la primicia –o exclusiva, o la aportación propia a una determinada información– desempeña un papel determinante, hasta el punto de que, aunque no lo sea «strictu sensu», jerarquiza la información. E, incluso, otorga señas de identidad. El Watergate, por ejemplo, ha pasado a la historia como la historia de The Washington Post, el diario que primero descubrió y publicó los enjuagues de Nixon. Esto ha sido así y parecía que iba a seguir siendo así per secula seculorum, amén. Pero, en eso, como dice la canción, en vez de llegar el comandante, apareció Internet. Sólo que no irrumpió por primera vez la semana pasada (lo cual ha sido una primicia para muchos).

En los dos últimos años he asistido a numerosos debates sobre «Internet como medio de comunicación». Nunca dejaba de sorprenderme la reticencia de muchos de mis colegas a ver lo que ocurría delante de sus ojos. La capacidad de publicar de los internautas (individuos, empresas, organizaciones o administraciones) en un entorno interactivo como el de la Red, abría de repente un mundo nuevo de medios de comunicación que se estructuraban en varias capas, simultáneas e interconectadas, cuyo elemento esencial eran las noticias propias, muchas de ellas verdaderas primicias. Es cierto, por supuesto, que no todo lo que hay en Internet se corresponde con este proceso. Pero la tendencia hacia la estructuración de la información de esta manera es algo más que impetuosa. Lo hemos comprobado en muchísimos BBS y en otras iniciativas de distinto signo. Sin ir más lejos, y por poner ejemplos vecinos, ahí está el caso de VilaWeb, uno de los tantos sistemas de este tipo que pueblan el ciberespacio catalán.

¿Qué faltaba para poner de largo socialmente a esta tendencia? En primer lugar, en un mundo tan mitómano como el que vivimos, una bendición de fuego a escala mundial –a escala de la Red– que dimensionara este fenómeno. Es lo que acaba de ocurrir con lo que podríamos llamar «el efecto Drudge«. En el debate abierto los medios de comunicación tradicionales se han encontrado ante una inesperada, pero previsible, disyuntiva: deben negociar qué parte de sus contenidos propios deberían aparecer en Internet tan pronto como estén elaborados y cómo esto afectará al conjunto de la oferta informativa que presenten en su soporte tradicional. En esta negociación reside el quid de la cuestión porque el nuevo paisaje de la comunicación diseñado por Internet ya les ha alcanzado de pleno. No será una tarea fácil. En el fondo se trata de dilucidar las nuevas relaciones entre una cultura aposentada y otra emergente, la primera aferrada a una forma particular de modular el valor de la primicia y la segunda dispuesta, por decirlo de alguna manera, a dinamitarla, a consumirla en el mismo momento de producirse. Los medios tradicionales han entendido en menos de 11 horas que no se puede correr el riesgo de guardar una exclusiva hasta la siguiente edición en la era de la Sociedad de la Información, so pena de despilfarrar la necesaria inversión en recursos humanos, financieros y técnicos para conseguirla.

En segundo lugar, «el efecto Drudge» ha puesto en cuestión la idea de que las exclusivas pertenecen a las grandes cabeceras mediáticas y, por tanto, a una forma particular de conseguirlas y difundirlas. Esto es algo que ya se sabía (y sucedía) en Internet, sólo que no se reconocía el impacto de esta estructura en capas, simultánea e interconectada, de nuevos medios de comunicación. Pero, puestos a la faena de competir con los grandes medios, está claro que sistemas digitales de información, provistos de equipos de investigación (o profesionales bien conectados), que sepan utilizar en su provecho los recursos mediáticos de la Red, se pueden convertir en un surtidor de noticias en el sentido más tradicional del término. Además, no tienen por qué estar necesariamente sometidos a los condicionamientos políticos o de otro tipo de las grandes empresas de la comunicación, como quedó patente en el debate que llevó a Newsweek a no publicar la noticia de la inquieta becaria.

En tercer lugar, en la Red no hay rincones, como sostienen quienes la ven desde el balcón de los medios tradicionales. Internet se abre por donde uno abre un correo-e, un foro, una lista de discusión, una web o un hiperenlace. La potencia de la noticia no reside en el «rincón», sino en los recursos organizativos de la Red que se emplean para diseminarla. Entre estos se cuentan, por supuesto, los propios internautas, quienes según el grado de interés que les despierte la noticia, actúan como un altavoz que amplifica su impacto. Para ello, si es necesario se utilizan no sólo los resortes propios de la Red, sino el teléfono o el grito de ventana a ventana si es necesario.

Por consiguiente, en cuarto lugar, y este es otro dato fundamental: para los medios de la Red, tanto los que sólo trasponen sus contenidos elaborados para circular por el mundo real, como los que los confeccionan en y a partir de la interactividad del ciberespacio, nunca hay una audiencia estable tal y como se la entiende desde la lógica del kiosko. La página de Drudge fue visitada por una ínfima proporción de los internautas que accedieron a su noticia. La eficacia del gacetillero no residió en el número de visitas de su web, sino en dos factores: a) la velocidad con que la becaria recorrió foros, listas de distribución por correo-e, fue «colgada» en miles de webs (entre ellas la del Washington Post), etc., y b) el valor de uso que los internautas concedieron a la información. En este proceso, la noticia llevaba prendida todo el tiempo una etiqueta que nadie pudo perderse: «Drudge«. ¿Cómo se mide esa audiencia con los métodos al uso? El medidor de audiencias diría que a la página del señor Drudge entraron, pongamos por caso, 100.000 personas, pero su noticia fue consumida por millones y reinvertida en el sistema porque esa audiencia decidió que tenía un cierto valor para ellos (aunque sólo fuera para reírse de Newsweek y The Washington Post). Ese es un hecho primordial: el propio sistema «sintió» la convulsión del acontecimiento porque los internautas decidieron usar la información y, al hacerlo, retroalimentaron y enriquecieron el sistema (aunque algunos dirían que lo llenaron de basura, pero ese criterio sí que depende ya del prisma con que se mire cada evento en concreto). En otras palabras, se produjo la interacción típica de las publicaciones electrónicas, entendidas éstas como el conjunto de recursos digitales que se utilizan con fines específicos de comunicación.

«El efecto Drudge» abre a partir de ahora una serie de debates impostergables. Uno de ellos plantea preguntas que han recorrido estos días las redacciones de muchos diarios y medios de prensa. Si la primicia como la hemos conocido hasta ahora pierde su arista competitiva, ¿estamos ante el principio del fin de un modelo de comunicación? No necesariamente. En los próximos meses asistiremos en «abierto» a la discusión que desde hace tiempo corre por Internet sobre el alcance de los nuevos medios, cuáles sus elementos constitutivos y cómo deben cumplir con los fines que se propongan. Esta es una discusión que afecta, por supuesto, a los medios tradicionales y a su capacidad de reconvertirse a la nueva situación. Por otra parte, como me parece natural, se producirá un rescate del valor de las noticias, a la escala que éstas se produzcan en un mundo poblado por publicaciones electrónicas interactivas. Esto significará, al menos, que será necesario investigar y redefinir qué entendemos por noticias en los múltiples contextos de comunicación que estamos creando en Internet, que servicio prestan las primicias y cómo se las «premia» (medición de audiencias reales en el ciberespacio, aspecto éste vinculado, entre otras cosas, a la publicidad).

Otra cuestión determinante es el de los rasgos de la profesión periodística ante el nuevo panorama. La publicación electrónica supone trabajar con un conjunto de recursos como armazón básico del sistema de información que se diseñe. Y esto exigirá nuevas capacidades, familiarizarse con las herramientas propias en cada caso y aprender a gestionar flujos de comunicación determinados no sólo por lo que el sistema en cuestión emite, sino, en gran medida, por la forma como interactúe con los existentes en la Red. Organizar la información en este contexto no guardará muchas similitudes con las tareas que se desempeñan en las redacciones. Esto está ligado, desde luego, con la persistente queja sobre Internet de que hay mucha información basura. Información basura la hay no sólo en Internet, sino en todo nuestro entorno. Pero hemos aprendido a discernir, discriminar, criticar y pulir aquello que nos interesa. Esta actividad será una exigencia cada vez mayor en un ambiente poblado por publicaciones electrónicas. Incluso será una área de actividad de negocios (¿qué otra cosa son, sino, los medios de comunicación tradicionales?). En un mundo cuyo producto esencial será la información, aumentará de manera exponencial la necesidad de que sus actores (ciudadanos, empresas, organizaciones, instituciones) adquieran un espíritu crítico para poder sobrevivir. Esto no es nuevo, pero será una necesidad cada vez más perentoria ante el efecto anestésico que producen sistemas de información que se aceptan de manera acrítica, como sucede, por ejemplo, con la televisión, por citar a uno de los más conspicuos.

No cuesta nada imaginar que los medios de comunicación escritos, armados además con los recursos audiovisuales de Internet, tienen un papel importante que jugar en este sentido gracias a su sentido profesional de la tarea de la información. Estos medios acaban de descubrir –aunque no de una manera «amistosa»– que tienen en Internet un aliado natural. Si diseñan –y negocian– sus sistemas de acuerdo a la nueva realidad, la Red puede afectar hasta cierto punto la composición social de sus lectores, pero lo que sí les planteará ineludiblemente es relacionarse con ellos de otra manera. Además, las empresas de comunicación –y sus redacciones– tendrán que aprender a convivir con un mar de publicaciones electrónicas interactivas, algo absolutamente inusual desde el punto de vista de la «cultura del kiosko».

print