Dolly y el hombre-lobo

Luís Ángel Fernández Hermana - @luisangelfh
27 diciembre, 2016
Editorial: 60
Fecha de publicación original: 25 febrero, 1997

Fecha de publicación: 25/2/1997. Editorial 60.

Quien no puede es quien mas quiere

«La mitología está llena de criaturas híbridas, como la Esfinge, el Minotauro o Quimera; pero el mundo real no lo está. Se halla poblado por organismos que no han sido configurados por la unión de características provenientes de seres muy distintos, sino por la evolución dentro de especies dadas, que conservan su identidad básica generación tras generación.»

Stanley Cohen, inventor de la ingeniería genética en 1973

(«La manipulación de genes», Scientific American).

¿Que qué tiene que ver 6LL3 con Internet? Mucho, muchísimo. Internet puede convertirse en el trampolín definitivo para que el día de mañana –literalmente– los sueños (ya veremos si mejores o peores) del amigo Huxley se vuelvan realidad. 6LL3 es el apellido de una nueva e insigne habitante de nuestro plantea, familiarmente conocida como Dolly, la oveja clónica. Ha bastado que apareciera este inofensivo cuadrúpedo en los titulares de los medios para que se nos hayan revolucionado las hormonas: ¡El Mundo Feliz ya está aquí, con sus estanterías repletas de seres humanos clonados y clónicos! ¡El 22 de febrero de 1997 marcará un antes y un después en la historia de la humanidad! (fecha en que se publicaron los primeros artículos sobre Dolly), etc., etc. Todo el revuelo causado por la ovejita me suena a un cinismo de tono subido, sobre todo cuando viene aderezado por afirmaciones del tipo «ahora sí que la ciencia nos ha puesto en el umbral de un futuro plagado de pesadillas».

No. La ciencia, no. Nosotros solitos vamos caminando con paso seguro y firme hacia ese futuro. La ciencia nos ayuda a conseguir lo que nosotros queremos. Y nosotros, por más que aparentemente nos pese, queremos el ser humano clónico, nos desvivimos por conseguirlo, no sabemos qué diablos hacer para acelerar el pulso en los laboratorios y obligarles a los investigadores a que nos entreguen lo más pronto posible esta quimera, la gran quimera. En realidad no hace falta apresurarse y achuchar tanto: dentro de nada la tendremos entre nosotros y –no hace falta ser un genio para ello– ya podríamos escribir ahora mismo los titulares de la prensa y el contenido del debate «ético» que enarbolarán entonces nuestros padres de la patria.

La vida está repleta de actos y acontecimientos que han borrado los rastros de su origen. Pero éste tiene, sin duda, una gran importancia a la hora de saber cuándo se puso en marcha el complejo mecanismo que nos ha llevado al punto en que nos encontramos ahora, ya sea en el terreno personal, profesional, familiar, afectivo, político, etc.. Si hoy dijéramos «por ahí si que no paso», un rápido examen nos haría ver cuántas veces hemos pasado exactamente por ahí o por sus aledaños. Y los caminos de vuelta no resultan tan fáciles de recorrer. Algo parecido nos ha pasado con las tecnologías de la reproducción y de la biotecnología (vertiente ingeniería genética). Ambas llevan más de 20 años en el candelero y nuestra capacidad para discutirlas seriamente desde el punto de vista de qué estamos dispuestos a hacer con ellas y en qué circunstancias ha sido un circo. Lo cierto es que en este caso, como en tantos otros, todo lo que la ciencia ha podido hacer, lo ha hecho. Las cortapisas legales, éticas o de otro tipo (si las hay o ha habido) no han podido impedir que el conocimiento explore constantemente sus límites posibles. En aquellos aspectos que aparentemente más repugnaban a la sociedad (sobre todo si contaba con antecedentes documentados, como, pongamos por caso, los experimentos de Mengele), entonces el entramado jurídico aseguraba que se caminara de manera segura y firme hacia los mismos objetivos, pero dentro de la ley y el orden.

El capitalismo, en este sentido, no perdona: si la investigación tiene un mercado, la investigación va. Y esto es así desde la era de la energía nuclear (por poner un inicio arbitrario como cualquier otro), que comenzó con la voladura de Hiroshima y Nagasaki y prosiguió con la construcción de un arsenal atómico que no nos lo sacaremos de encima durante más de 300.000 años, hasta la era de la biotecnología. Si a esto unimos el discurso ambivalente de la ciencia (que no es propio de ella, sino de nuestra forma de construir la realidad): nada es perverso en sí mismo, todo depende de cómo se lo use, entonces la pujanza del proceso investigador es simplemente arrollador. Vuelvo a un ejemplo: ¿quién es el guapo que se enfrenta a la reproducción asistida con el argumento de que millones de niños se mueren de hambre en el mundo mientras que Occidente invierte cantidades ingentes de recursos humanos, físicos y financieros en sostener la reproducción por medios artificiales de una pareja estéril? La simple sugerencia de que la adopción es la salida más «racional» a esta situación choca de frente con el derecho a la maternidad (un derecho, por cierto, que elaborado de esta manera sólo comenzó a existir el día en que el doctor Robert Edwards trajo al mundo a Louise Brown, el primer bebé probeta, a finales de los años setenta) y a pulsiones sociales profundas y poderosas.

El camino hacia Dolly, pues, lo comenzamos a recorrer hace mucho tiempo. En 1973, 20 años después de que James Watson y Francis Crick publicaran sus descubrimientos sobre la arquitectura de doble hélice del ADN (que les valió a ambos el Premio Nobel), tuvo lugar el acontecimiento que marcó la genética moderna y que los medios de comunicación de aquel entonces se lo perdieron (no había «mercado» para convertirlo en noticia de primera página): Herbert Boyer y Stanley Cohen consiguieron transferir a una célula viva bacteriana una molécula de ADN recombinante que tenía secuencias del ADN de un sapo y del de una bacteria. El ADN extraño de sapo se copió y se expresó en las consiguientes proteínas. Las estanterías del señor Huxley, hasta entonces recubiertas tan solo por la patina añeja de la literatura, comenzaron a poblarse de seres reales y joviales. Genes de células de una especie evolutivamente avanzada danzaban en las células de otra especie con la que aquella sólo estaba remotamente relacionada. La clonación de genes era un hecho. Pero no todavía un derecho. Por eso se declaró en EEUU una moratoria durante un tiempo para estudiar las implicaciones de la nueva tecnología. No hace falta que aclare el resultado de aquella época de ejercicios espirituales: lo podéis escuchar por boca de Dolly.

Mientras Clinton y secuaces se rasgan las vestiduras ante la posibilidad de que se fabrique el hombre clónico (¿acaso temen que lo hagan otros antes que ellos?), el mundo va elaborando sus propios argumentos para meterlo en la cadena de montaje. Clon+ingeniería genética nos promete la farmacia más maravillosa que jamás hayamos podido soñar (la cuestión de la solución del hambre gracias a estos nuevos seres paridos por la biotecnología no se discutirá mucho porque es un tema espinoso: está el asunto de los derechos de propiedad intelectual que definitivamente hundirán en la miseria a millones de agricultores en todo el Tercer Mundo y parte del primero, por tanto no merece la pena removerlo mucho, por ahora). Vacas, ovejas, cerdos, bacalaos, chimpancés, truchas, bacterias, etc, producirán fármacos básicos para sustentar nuestra salud; crecerán con órganos totalmente humanos que nos permitirán prolongar nuestra existencia; se convertirán en factorías de genes, células y humores fundamentales para esquivar las leyes de la herencia y resolver el grave dilema de las enfermedades de transmisión hereditaria…

¿Quién es el primero en levantar la mano para oponerse a estas maravillosas promesas? Permanezcamos callados. Dentro de poco, cuando a una pareja angustiada por cualquier grave dolencia de su vástago se le diga que la ciencia puede fabricar un clon (del padre, la madre o el hijo, según) hasta cierto punto de desarrollo que contendría los materiales biológicos necesarios para la curación ¿alguien rechazará esta evidente finalidad «humanitaria» de la biología? ¿Acaso no sería un avance extraordinario que, por arte de birlibirloque, se convertirá «ipso facto» en un derecho inalienable de quienes se lo puedan pagar? ¿Cuán lejos estaremos entonces del clon humano completo? ¿Cuánto tardaremos en encontrar los argumentos jurídicos y materiales necesarios para ponerlo en la rampa de lanzamiento hacia el estrellato?

Mi impresión es que no estamos muy lejos. Pero no porque Dolly esté balando en su establo escocés. Este es tan sólo un eslabón más de una larga cadena que hemos venido confeccionando con el necesario gramo de locura para no aquilatar las consecuencias. He entrevistado tres veces a James Watson. En dos de ellas todavía era jefe máximo del Proyecto del Genoma Humano de EEUU. En las tres me aseguró que jamás se permitiría a la investigación genética tocar las células germinales del ser humano. Pero, en cada ocasión, el escenario se había modificado sustancialmente con la aparición de nuevos desarrollos, el último de ellos el de los embriones humanos clonados que no prosperaron y que se presentó en un congreso científico hace un par de años. Hace dos semanas, Watson declaraba que si la homosexualidad se detectaba como una «malformación genética» nadie tendría derecho de negarle a una pareja que abortara si sabía que el feto transportaba en su ADN semejante «maldición» Esto, más que evolución del discurso casi es una mutación ¡y en menos de tres años! Para que después piropeen la capacidad de Internet para reinventarse.

Por cierto, y volviendo al principio ¿qué tiene que ver Internet con todo esto? Pues todo. A mí me ha llegado este mundo fascinante de las tecnologías de la información a –fecha presente- los cincuenta años. Y, como dicen todos los que saben, apenas estamos en el neolítico de la nueva historia que estamos construyendo. Caramba, es muy duro tener que aceptar que, por más entusiasmo que uno le ponga, a lo mejor no llega a atisbar ni siquiera la Edad Media de la Sociedad de la Información, no digamos ya su fase del postmodernismo. Mientras tanto, uno tiene que convivir con todos esos chavales entre 10 y 15 que dentro de otros tantos años se encontrarán en el medio de una mutación general del espíritu, lo que John Perry Barlow denomina la Era del Conocimiento. Bueno, si la clonación promete que uno puede volver después de unos cuantos años a este mundo y reengancharse en el pelotón digital como si jamás hubiera sufrido una pájara (la gran pájara), pues habría que releer al señor Huxley con otros ojos. La ciencia es muy sibilina a la hora de proponer sus argumentos. Y éste, seamos sinceros,desde luego es muy poderoso. Convertirse en una Dolly cualquiera y anónima a mediados del próximo siglo…. por esa quimera yo conozco a más de uno que estaría dispuesto a dejarse convertir no en una oveja, sino en el hombre-lobo.

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