Cibercultura

Las certezas del mar

Joseba Arazabal
30 agosto, 2018
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Después de un año en Buenos Aires, había comprado tierras al norte de Río Negro, en un sitio que los descendientes mestizados de los aborígenes nombraban todavía con la palabra mapuche Nompuehuenu (“al otro lado del cielo”), donde nació mi madre. Intentó instalarse primero en el valle del río Colorado, pero le inquietó la memoria del colapso catastrófico de las paredes del lago glacial Cari Lauquen diez años atrás, que había arrasado el valle a lo largo de cientos de kilómetros, llevando consigo casas, gente, ganado, cultivos, bosques, rocas y hasta vías de tren. Mi abuelo había adquirido aquellas tierras ya medio cansadas y, tras una década de explotarlas, se fueron volviendo salitrosas. Aquella coyuntura coincidió con la triste muerte de la abuela, por lo que decidió vender sus tierras y retornar a Buenos Aires, donde se instaló en casa de unos parientes cercanos, los Jáuregui. Poco tiempo después se abrió la posibilidad de volver a España a raíz de la amnistía de la Segunda República, que condonaba retroactivamente todos los delitos políticos, sociales y de imprenta, como rezaba el decreto, por considerar que respondían generalmente a un sentimiento de elevada idealidad y habían sido impulsados por el amor a la libertad y a la patria.

La suerte quiso que al poco tiempo estallara la guerra civil. Tuvieron que volver a Francia y fueron bajando luego poco a poco hasta instalarse sigilosamente en un pueblito navarro cerca de Estella, donde mi abuelo abrió una fonda llamada El Gaucho para disimular su anarquismo. Todavía recuerdo algunas payadas que solía cantar con nostalgia cuando yo era niño, por donde desfilaban fronteras dilatadas, héroes del desierto y caballos reventados, pero también rastrilladas y tolderías.

De vez en cuando lograba que Oski me mostrara sus libros y me contara los avatares que les dieron origen. Yo atesoraba algunos ejemplares que me había regalado, donde figuraba siempre la dedicatoria “para el Joseba – el Oski»; los perdería malamente años después por haberlos prestado a un cura borracho y mujeriego que se decía amigo de la revolución. Figuraban entre ellos las primeras ediciones de la Vera Historia de Indias, los Comentarios a las tablas médicas de Salerno, el Ars amandi y el Pequeño Quesloqué de los Muchachos. Por mi parte, recuerdo haberle regalado la edición de 1695 del poema Da meo Patacca, escrito en romanesco, una suerte de lunfardo del área circumromana. Narraba la historia del pícaro sgherro que decide gastar en festejos la plata recaudada para liberar a la ciudad de Viena del asedio de los otomanos, una vez desaparecidas las amenazas. Era una historia sobre la que Oski habría querido ‘escribir’ algo.

Pero yo le incitaba sobre todo a desmenuzar la Vera Historia de Indias. Me sentí cautivado desde el inicio por la transgresión semántica que se operaba en aquellas auténticas crónicas en signos que configuran la Vera historia, más aún teniendo en cuenta mi temprana afición a la filosofía y la semiótica. La parte izquierda contenía una variada gama de extractos de cronistas o relatos de intérpretes y viajeros, de elección aparentemente caótica, mientras que la parte derecha los ilustraba prolijamente.

Así se iban sucediendo las distintas secciones de Las Indias, Los Conquistadores y El Río de la Plata, totalizando sesenta y cuatro episodios. La sección dedicada a Las Indias comenzaba con ¡América!, que anticipaba en indisoluble amalgama el asombro y la codicia de los conquistadores. En el descubrimiento del Amazonas, las escenas seleccionadas reproducían de manera exacerbada la inagotable diversidad y exuberancia de la selva descritas en el libro de Cristóbal de Acuña, donde observación minuciosa y fabulación se entreveraban inextricablemente; en el caso del pejebuey (engañoso pez herbívoro que sabía a sazonada carne y proporcionaba “más fuerzas que si comiera doblado de carnero”), la hembra aparece repantigada sobre un nenúfar gigante con los senos al aire y cuernos simulados, mientras el varón nada en el agua con dos brazos cortísimos, como el propio texto original señala.

Había también episodios dedicados a relatar los usos y costumbres de los nativos, como la yerba pestífera, donde se representaba un mortífero coctel de alimañas al que se añadía el sudor pestilente segregado por memorables sapos despatarrados, azotados con varillas por mujeres muy viejas, “hartas de vivir”.

 

 

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