Cibercultura

La ciencia de las pandemias

Luís Ángel Fernández Hermana - @luisangelfh
3 noviembre, 2020
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Antonio Fauci, director del Instituto Nacional de Enfermedades Alérgicas e Infecciosas de EEUU, dijo a finales del pasado octubre, ante una oleada de agresiones contra quienes llevaban una mascarilla, o las exigía para entrar a tiendas y supermercados, que, de acuerdo a los datos de países que tienen mejores números de la pandemia que EEUU, las mascarillas y otras conductas basadas en tecnologías “sencillas” y baratas, de bajo coste, como mantener la distancia social y evitar mezclarse con muchedumbres, son medidas eficaces para evitar el contagio del coronavirus. “No hay dudas, marcan una diferencia”.

La cuestión no es que marquen una diferencia. La pregunta es ¿cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Cómo puede ser que uno de los máximos expertos en virología se sienta obligado a hablar como una abuela temerosa y recomiende casi como un descubrimiento un remedio ancestral? ¿Y cómo puede ser que tantos cientos de miles de personas en todo el planeta, sobre todo en EEUU, hayan perdido su vinculación física y afectiva con sus mayores, desde abuelas a familiares y conocidos, así como con sus propios conocimientos e intuiciones, cuyos orígenes son imposibles de rastrear? Estamos agrediendo, quemando mobiliario urbano, e incluso asesinando en el nombre de la renuncia a una sabiduría que posiblemente se remonta a la vida cotidiana de los cazadores en las cavernas, o a la de los granjeros que fueron el origen de las ciudades. “El ‘no me toques, no me beses, espera a que se te enfríe un poco el cuerpo, quédate ahí tranquilo’, ¿era ya la forma de defenderse de una típica conspiración inspirada por… los hititas o los caldeos?

El radical rechazo a estos remedios “baratos” ante enfermedades como una gripe, o como un contagio de coronavirus, por parte de los llamados negacionistas, apunta, entre otras cosas, a un corte, este sí preocupante, en las relaciones afectivas en una sociedad que está pagando un precio serio e inesperado por su desconfianza en ellos mismos. Ciudadanos de diferente edad, formación cultural, experiencia personal y colectiva, que agreden, causan lesiones graves, participan en algaradas, o matan incluso, son la consecuencia de una ignorancia sorprendente en sus propios medios para sobrevivir en la sociedad que habitan.

Todo ello envuelto en la supuesta denuncia de la conspiración. Durante siglos, esta ha sido una de las formas de proclamar la complejidad del mundo que nos ha tocado vivir para renunciar a lo simple y evidente: asumir el sentido común, que todo esto lo explica de otra manera. Casi siempre que hemos tenido o tenemos noticia de enfermedades misteriosas que se propagan a velocidades inexplicables, que eso son las pandemias, hemos procurado enfrentarlas con el aislamiento, no con la aglomeración, ni juntándonos con los otros intercambiando efluvios personales, fueran ellos quienes fueran.

Sucedió, como en tantas otras ocasiones, con la liquidación del siglo de oro de la Grecia de Pericles, atacada, se supone, por una fiebre tifoidea, en la que perecieron, entre muchos otros, sus dos hijos y cientos de atenienses. Además del propio siglo de oro. La ciencia no había asomado la cabeza todavía. Pero ya empezamos a documentar cómo tratamos de defendernos de estas enfermedades desconocidas con tecnologías eficaces y baratas, basadas no en la ciencia, sino en el sentido común. El caso más notable fue posiblemente uno de los primeros reseñados por textos de la época: el del emperador Marco Aurelio. La pandemia durante su gobierno causó un destrozo considerable. Decenas de miles de muertos, ciudades enteras arrasadas o al borde de la desaparición. Y un emperador desesperado. Por suerte para él, si se puede decir esto en medio de semejante catástrofe, su médico de cabecera era el Antonio Fauci de la época, Galeno, uno de los primeros facultativos sabios de aquellos años. Además de suponerse que era el portador de la ciencia, también lo era del sentido común. Galeno viajó desde su casa en Asia Menor a Roma. Y se encontró con un emperador al borde de un ataque de nervios.

Galeno, qué hago, no tenemos forma de contener este desastre”. Y Galeno, no sabemos si se caló las gafas, pero lo hubiera hecho si las tenía, según los difusos registros del encuentro, le dijo: “En el caso de estas enfermedades que no se sabe qué son, de donde vienen, ni cuál es la causa de su propagación, corre, corre rápidamente lo más lejos que puedas, y espera. Cuando venga alguien del lugar donde estabas para darte noticias sobre cómo están las cosas, regresa tan pronto como puedas, y retoma las riendas del poder”. Ese fue el primer caso “documentado” que se conoce de la conveniencia de la distancia social recomendada por la ciencia médica. Marco Aurelio no solo cumplió con el consejo, sino que incluso se fue un poco más lejos de lo que hoy consideraríamos una prudente distancia social. Pero funcionó. Se fue, volvió y siguió gobernando.

Saber poco en aquella época era, por supuesto, saber poco de la ciencia que hoy poseemos. Visto desde aquí, la defensa contra enfermedades desconocidas se convertía en un paquete de complejidad inabordable. O, lo que es lo mismo, convertía a los consejos de la abuela en una tabla de salvación: Alejarse y encerrarse..No se sabe qué impacto tuvieron estas tecnologías de bajo coste, por ejemplo, durante la peste negra o la gripe española, a pesar de que, en el último caso, Pasteur ya había comenzado a dejar su huella en la medicina aplicada a lo que se suponía que eran pandemias.

Engels, en La Situación de la Clase Obrera en Inglaterra, ya le concedió a la ventilación de las viviendas de los trabajadores una importancia primordial, como hizo Cerdá en el diseño del Ensanche en Barcelona. El tifus era la gripe de la época y airear las habitaciones era el remedio más sensato contra la enfermedad.

La ciencia convergió con las pandemias en el ghetto de Varsovia en la segunda guerra mundial. Los nazis encerraron en la capital polaca a 450.000 judíos, una densidad de población 5 veces mayor que la de cualquier ciudad actual. Rodeados por alambradas y tapias, sin apenas servicios sanitarios, ni alimentación individual suficiente, sin fármacos, ni otros remedios disponibles.

En esas condiciones, en 1941 se desató una pandemia de tifus que mató a miles de personas en un bostezo. Todo estaba a favor del desastre, no había medios para mitigarlo, como acaba de revelar un artículo publicado en Science Advances basado en los informes rescatados del trabajo realizado por los médicos judíos. Al principio, como siempre, no se sabía qué había originado aquella epidemia. Una vez que llegaron al diagnóstico de la fiebre tifoidea, comenzaron a poner en práctica una serie de medidas que salvó la vida a miles de personas a pesar de las condiciones adversas, a las que se añadía el que estaban a las puertas del invierno.

¿Cuáles fueron las decisiones adoptadas? Los médicos del ghetto consensuaron con el Consejo Judío de la ciudad la implementación de tres medidas para detener el contagio y la progresión de esta fiebre, cuyo agente transmisor era una variedad del piojo: guardar una rigurosa distancia social, aislamiento -cuarentena- y lecturas públicas para que la población comprendiera lo que estaba en juego. El equivalente a una rudimentaria y eficaz Internet. Además, decidieron construir y poner en funcionamiento una universidad subterránea para preparar a jóvenes estudiantes de medicina.

Los autores del artículo han recuperado una meticulosa documentación epidemiológica y del seguimiento de la enfermedad, así como la fundamentación de las decisiones que se tomaron y los resultados conseguidos. Los nazis sabían que la condiciones del ghetto eran ideales para la propagación de enfermedades infecciosas. Eso sí, había que cuidar que no saltara los muros. La mortandad fue tal que apenas daba tiempo a cubrir a los muertos en las calles con periódicos. La rúbrica de esta epidemia fue tétrica: a los que sobrevivieron a la pandemia, los nazis los embarcaron en trenes y acabaron con ellos en Auschwitz. De todas maneras, inesperadamente y gracias a la precisión de los responsables de la sanidad en el ghetto, los registros de la forma como enfrentaron la enfermedad, así como los resultados conseguidos, han sobrevivido hasta nuestros días. [Ars Technica, 14/09/2020]

El tifus produce una fiebre repentina con síntomas parecidos a una gripe, y al coronavirus. Es el inicio de un proceso que si no se trata adecuadamente acaba con la muerte del paciente. Y todo sucede en un abrir y cerrar de ojos. En 1489, un brote de tifus mató a 17.000 soldados del ejército español en el sitio de Granada. Para ellos fue llegar y perder la batalla. Hoy la epidemia de tifus es rara, pero sigue siendo una amenaza, como sucedió en Los Angeles en 2018 entre la población de los sin techo.

Desde Varsovia, hace apenas 80 años, la ciencia ha recorrido un corto y apretado camino tratando de desvelar los agentes que causan las enfermedades infecciosas, su propagación y sus consecuencias. De todas maneras, la ciencia aplicada a estos fines es todavía muy joven, como nos acaba de recordar Antonio Fauci. La primera medida más eficaz contra las pandemias, a falta de otros remedios, sigue siendo la distancia social, la cuarentena y no “escupirle” en la cara al prójimo. China, cuando apareció el Sars-Cov-1, no se anduvo con chiquitas. Cerró todo el país tres días. Todo el país. Las consecuencias del cumplimiento de esta cuarentena quedaron reflejadas en la curva de la “progresión” económica del país: una profunda sima de vértigo. La recuperación también fue vertiginosa. Algo parecido a lo que está sucediendo ahora en el país donde se originó el coronavirus. Pareciera que China está llena de abuelas. Seguro que ellas no están sorprendidas de las declaraciones del doctor Antonio Fauci, aunque sí de que las pongamos en cuarentena.

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