Criaturas del pasado

Luís Ángel Fernández Hermana - @luisangelfh
8 enero, 2019
Editorial: 271
Fecha de publicación original: 12 junio, 2001

No hay lluvia si el viento no la busca

En la década de los años ochenta, el uso más reiterado del término global —que no globalización— se refería a la naturaleza de las perturbaciones que la ciencia comenzó a detectar en el medio ambiente debido a las actividades del ser humano. Se las denominó «cambios globales» porque afectaban a todo los ecosistemas del planeta independientemente del punto de origen y de la naturaleza de la agresión: alteraciones en el clima por la contaminación industrial, pérdida de suelo fértil (y de fertilidad humana) debido al uso intensivo y extensivo de fertilizantes, reducción de la cubierta forestal al cambiar los usos del suelo, prácticas agrícolas destructoras de hábitats, etc. Apenas una década y media después, aquel global se ha convertido en globalización, un saco sin fondo en el que entran la pobreza, el liberalismo, las telecomunicaciones, las guerras de religión y hasta los fabricantes de hamburguesas y otras comidas-basura. Sólo le falta una buena canción que dé cuenta de esta especie de bazar de ocasión para alcanzar la consagración final en los escenarios del planeta. Esta no parece ser la mejor vía para entender qué nos estamos haciendo.

No es necesario agrandar las fronteras semánticas del término globalización para endosarle incluso vicios y virtudes tan viejos como los señalados hasta por el señor Adam Smith y sus discípulos, los primeros que pensaron los cambios económicos como producto de un nuevo sistema de relaciones económicas que después se conoció como revolución industrial y capitalismo. Como vimos en el editorial «La globalización de Einstein» (5/6/2001), este concepto, en su acepción contemporánea, se corresponde con la eclosión de las redes, con la construcción de un nuevo espacio tecnológico donde la dualidad local/global se articula a partir de la presencia, la actividad y las relaciones de los propios usuarios en dicho espacio virtual. La globalización expresa, por tanto, un cambio sustancial en el modelo de comunicación consagrado por la sociedad industrial: de la multiplicación de emisiones desde puntos focalizados hacia una audiencia, a la multiplicación de emisores que se relacionan entre sí.

Este cambio ha sido tan repentino y sorprendente que una cultura fuertemente impregnada por el modelo industrial no ha conseguido metabolizarlo todavía. La impronta de este modelo, con toda su secuela de sangrantes diferencias económicas y sociales, proyecta una potente luz sobre los aspectos más peculiares y propios de la globalización, difuminándolos contra el fondo de autoritarismo, opresión, ocultamiento y despliegue de poder que caracteriza a la sociedad industrial. El hecho de que la eclosión de la globalización haya sucedido —como quizá no podía ser de otra manera— en medio de tremendas convulsiones políticas, como la desaparición del imperio soviético, la reunificación de Alemania o la traumática Guerra del Golfo, ha abonado el terreno de esta confusión (Karma Peiró repasó las dudas más evidentes —y muchas otras que no lo son tanto— en su artículo «La globalización es cosa de todos»). Así, procesos típicos de la mundialización, como, por ejemplo, el derrame de MacDonald’s por todo el planeta (que ya le gustaría imitar a Pans&Company y su bocadillo español), se han convertido en sorprendentes banderas de lucha contra la globalización (¿Y por qué no Volkswagen, Novartis o IBM, entre otras transnacionales, que llevan mucho más tiempo en este negocio de la mundialización y con intervenciones decisivas en la configuración actual del comercio internacional y de nuestras sociedades?)

El cambio en el acceso y la difusión de información y conocimiento ha transformado radicalmente la percepción del mundo que nos rodea. La multiplicación de los emisores a través de las redes, suplementado por múltiples formas nuevas de emitir información, ha elevado a una categoría política todavía no formalizada la capacidad de expresarnos, de manifestarnos, de organizarnos a través de las redes. Uno de los primeros efectos de este cambio es la prioridad que adquiere el que «nos tomen en cuenta y que cuenten con nosotros», algo que choca frontalmente con la experiencia de la estructura social de la sociedad industrial. Ahora, todos hablamos o queremos hablar y tenemos los medios para hacerlo. Por tanto, aparece como una realidad posible la participación activa en el diseño del futuro: personal, colectivo, empresarial, etc. Las redes tienen esas cosas: apelan al futuro inmediatamente, aquí y ahora. En esto consiste la globalización, y esto era lo que negaba la mundialización. Hace tan sólo 10 años, esto ni siquiera se nos pasaba por la cabeza (véase al respecto el primer capítulo que escribí para el libro El Medi Ambient vist pel Sud [El Medio Ambiente visto por el Sur], publicado en 1994, y que titulé «El autismo del Norte»).

La primera frontera, pues, que separa a los globalizadores de los antiglobalizadores es precisamente la función que se le otorga a la información y al individuo —o colectivo— que la expresa. La globalización ha creado, desde este punto de vista, un «Ancien Régime» caracterizado por una cultura y prácticas que están entrando en un rápido proceso de desfase. El Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, por ejemplo, representan claramente este rápido tránsito de la mundialización a la globalización y, al mismo tiempo, su coexistencia nada pacífica. Joseph Stiglitz, ex-vicepresidente del Banco Mundial entre 1997 y 2000, lo expresaba con la claridad que le caracteriza en una entrevista publicada en el diario español El País en la sección de economía (2/6/01): «Hay cosas que [el Banco Mundial] podría haber hecho de manera más efectiva. Y aquí es donde estoy de acuerdo con los críticos. Tiene que haber más transparencia. La actual estructura ya no tiene sentido. El FMI toma decisiones que afectan la vida de millones de personas. Y son sólo ministros de Finanzas y gobernadores de bancos centrales los que toman estas decisiones. En un mundo comprometido con la democracia, la apertura, la transparencia, estas instituciones son criaturas del pasado».

Criaturas contra la globalización, instituciones antiglobalización. Precisamente lo contrario de lo que proponen quienes reclaman que se les escuche, sobre todo si son los afectados por las brutales políticas que estas instituciones —y su brazo armado de transnacionales— tratan de arbitrar en diferentes partes del mundo. Estos movimientos son los que están modelando la forma concreta que asumirá la globalización al plantear la necesidad de abrir nuevos canales de comunicación entre las instituciones y los afectados por sus políticas, para que se tome en cuenta, entre otras cosas, la política propia de estos últimos. Son criaturas en pro de la globalización, movimientos globalizadores.

La globalización permite construir cosas, relaciones, instituciones, formas de aprendizaje, con quienes hasta ahora apenas había habido ni siquiera la posibilidad del más mínimo roce, no digamos ya encuentro. Y esto plantea un marco cultural único, sin precedentes, de negociación conjunta del talento, el ingenio, el conocimiento, las peculiaridades culturales y las circunstancias vitales de los involucrados. Con la globalización, estos bienes (talento, etc.) saltan al primer plano de la acción social. Pero no de forma automática, no por la mera existencia de las redes. De la misma manera que no desaparece de forma automática la historia de 200 años de capitalismo industrial, con todas sus secuelas, beneficios y lacras. Las oportunidades que ofrece la globalización son nada más que eso: oportunidades que aguardan a quienes quieran aprovecharlas. En este sentido, las opciones son bastante claras: o continuamos sobreviviendo en la complicidad actual con el autismo de los opulentos para no escuchar otras voces o, por el contrario, creamos y promovemos redes en las que podamos darle un sentido de mercado global a lo que hasta ahora muchos entienden todavía como mercado mundial.

Por último (pero no finalmente), la diversidad es otro elemento que marca los respectivos campos de acción de la mundialización y la globalización. A pesar de todos los profetas del pensamiento único, cuyo mayor desborde de la imaginación es reproducir un «Davos de los pobres» (eso sí que es un buen ejemplo de pensamiento único), sólo a través de la globalización se puede promover y defender la diversidad. Entre muchas otras razones, porque la globalización es fundamentalmente un proceso cultural basado en la posibilidad de que cada uno se exprese y se comunique a través de sus propios procesos de información y conocimiento. Es por tanto «el lugar» donde podemos afrontar la diversidad, participar de ella, absorberla, promoverla y defenderla. La mundialización, por el contrario, se manifiesta a través de procesos de homogeneización y estandarización basados en el conocimiento cautivo que poseen las organizaciones que se desplazan físicamente por el mundo (y no puede ser de otra manera: es su negocio homogeneizar para masas indiferenciadas que no poseen rostro propio).

Por eso la mundialización progresa mediante el escamoteo de informaciones y conocimientos vitales que nos obliga vivir a remolque de los acontecimientos. Así nos hemos metido hasta el cogote en la denominada quinta extinción de especies, que incluye los eufemísticamente denominados «pueblos vulnerables», en la destrucción de hábitats y ecosistemas y en el agravamiento de las condiciones medioambientales del planeta. La mundialización, con su parcelación interesada del mercado mundial, nos ocultó la existencia de Cipla en la India, la empresa farmacéutica que ahora ofrece los genéricos para combatir el Sida a un precio 100 veces más barato que las farmacéuticas transnacionales, o empresas similares de Egipto que ahora se ofrecen para tratar a millones de personas en África. La globalización hará salir de la cueva a muchas otras industrias —y conocimientos— que la estructura del comercio internacional, dictada y organizada por los países ricos, había mantenido sometido en los confines de sus respectivos países y con la soga al cuello del poderío de las compañías de las naciones industrializadas. Y, como sucede en tantos otros órdenes de la vida, dependiendo de donde nos coloquemos con respecto a la globalización, ahí encontraremos a nuestros amigos y nuestros enemigos.

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