Carne global

Luís Ángel Fernández Hermana - @luisangelfh
6 noviembre, 2018
Editorial: 253
Fecha de publicación original: 6 febrero, 2001

Pegue o no pegue, allá te la encajo

Seguimos con las vacas locas tras la breve excursión de la semana pasada (véase el editorial 252 «Vacas empobrecidas»). Ahora que han concluido las respectivas cumbres mundiales de la globalización, la de Davos y la de Porto Alegre, no estaría de más recordar algunos aspectos de la crisis de los piensos de origen animal y su relación con una cierta visión de la globalización que, tanto opositores como entusiastas de este proceso, suelen olvidar con preocupante facilidad. Uno de los puntos de partida de la crisis del vacuno europeo comenzó muy lejos del Viejo Continente y cuando Internet aún no había salido del capullo académico. El que sí salió en busca de aventura, y con la espada en la mano, fue el General Galtieri a principios de los años 80. ¿Recuerdan la guerra de las Islas Malvinas que desató el último militar de la sangrienta dictadura argentina? ¿Recuerdan la furibunda respuesta de Margaret Thatcher, con el criminal hundimiento del buque Belgrano incluido? Pues bien, cuando se acabaron las hostilidades, Gran Bretaña se encontró con un enemigo que vendía carne, una Unión Europea en ciernes y un sector agropecuario amenazado por los cuatro costados debido a los altos costos de su producción. En aquella coyuntura comenzaron a implementarse algunas soluciones que trajeron los barros actuales.

Gran Bretaña, lógicamente, decidió que no podía importar carne de Argentina. No era políticamente correcto. De hecho, decidió que para qué seguir importando carne de otras partes del mundo si, en realidad, podía darle la vuelta a la tortilla y convertirse ella en exportadora neta. Ya tenía la Commonwealth como campo de ensayo, ahora la cosa era ir a por el resto. Ahora bien, para conseguir una buena porción del mercado mundial, sus vacas tenían que crecer más rápidamente que en otras partes, salir al mercado antes y, sobre todo, gozar de los subsidios necesarios para que fueran más baratas que las producidas en países donde, debido a sus pastos naturales y bajo costo de la mano de obra, ofrecían carne a precios mucho más competitivos. El principio era sencillo: era necesario proteger la agricultura europea frente a los productos de los denominados países del Tercer Mundo. Mercado mundial, sí, pero siempre que fuera el de mi mundo.

Esta fue una de las piedras angulares de la PAC, la Política Agraria Común, alrededor de la cual se construyó una buena parte de la Europa comunitaria. La otra pieza del rompecabezas fue el GATT, el Acuerdo General de Tarifas y Aranceles, el antecedente directo de la Organización Mundial de Comercio, en cuyo foro los países industrializados negociaban las cuotas de mercado y las condiciones en que los productos circulaban por el comercio internacional. En aquella época, como dije antes, sólo unos pocos estaban al tanto de que existía una cosa llamada ArpaNet y ni siquiera Silicon Valley había inquietado todavía a Manuel Castells. Pero los países ricos ya se las sabían todas respecto a cómo globalizar para casa a costa de la exclusión de los pobres.

Durante la década de los 80 y buena parte de los 90, Europa inyectó billones de dólares en el sector agropecuario a fondo perdido. Así se consiguió el milagro de los panes y los peces, por los que estos productos siempre eran más baratos que los procedentes de partes del mundo donde el costo del trigo –o de la actividad pesquera– eran muchos más bajos, pero, por esas cosas de la vida, nunca llegaban a nuestros supermercados. ¿Nunca les ha llamado la atención las pocas cosas que se venden en nuestros países de los países del Tercer Mundo? ¿No hay vacas, cerdos y otras actividades agropecuarias en esas regiones? ¿No saben convertirlos en productos para ser vendidos en el mercado mundial? ¿Tienen que consumirlos «in situ» porque si no todo se echa a perder? Desde luego, estas son preguntas retóricas, porque las respuestas tienen que ver con el control de las puertas del comercio internacional. Los subsidios se encargan del resto.

La cabaña porcina de Holanda, por ejemplo, gira por varios países europeos para reducir, entre otras cosas, el impacto ambiental de los cerdos, cuyos purines contaminan suelos y aguas. Los holandeses no tienen tanto territorio para contaminar y viven en estrecha asociación con el agua. Por tanto, sus leyes ambientales son muy estrictas. La única forma de sostener una actividad industrial basada en el cerdo (su cabaña está entre las tres más grandes de Europa), es que el ganado crezca en otros países, pero dentro de la Unión Europea: Italia, Alemania, España. Así han conseguido que algunos ríos de Cataluña, por poner un ejemplo, se hayan convertido en cloacas y las tierras tengan índices de contaminación que tardarán décadas en desaparecer. Pues bien: ¿Cuánto cuesta un cerdo holandés? ¿Puede ser más barato que uno de Brasil, India u otros países con un régimen de crianza «sedentario»? Por supuesto que no. Pero gracias a los malabares de los subsidios no sólo cuesta menos, sino que «su umbral sanitario» constituye una garantía para el ciudadano europeo, algo inalcanzable para los productos de allende la frontera del Viejo Continente.

Algo parecido ha sucedido con las famosas vacas. Las prisas por llevarlas al mercado concentraron rápidamente la atención en el punto clave: la alimentación. Para compensar la escasez de pastos naturales, la industria se planteó varias opciones, una de las cuales fue los piensos de origen animal. Gracias a los subsidios del sector, no se tardó mucho en alcanzar economías de escala que incluso redujeron costos, aunque nunca tanto como para justificar el hecho de que apenas llegaran a las carnicerías animales de otras partes del mundo. Esto no llamaba la atención a nadie, ni de los pro o anti globalización. El hábito de la chuleta en la mesa produce ciertos tipos de amnesia muy particulares. Por ejemplo, nos hace «cortos de hemeroteca». Ni siquiera logramos sacudirnos este cortocircuito neuronal cuando nos tiran a la cara una catástrofe que pone contra la espada y la pared a toda la ganadería del continente, el sistema político nacional y supranacional, la salud de los consumidores, los hábitos alimentarios, las infraestructuras, la ciencia y la idea de la Europa Común.

Mientras tanto, asistimos a hechos curiosísimos. El aumento de la inmigración ha traído bajo el brazo la extensión de las líneas de distribución. En numerosos barrios europeos proliferan las tiendas y supermercados de origen (y sabor y olor) paquistaníes, chinos, indios, coreanos, latinoamericanos y de varios países africanos. Basta un paseo por ellos para comprobar la amplia variedad de alimentos frescos y envasados que jamás llegan a las grandes superficies de capital europeo, a menos que sea en jornadas tan señaladas como «El Día del Tíbet» en tal o cual hipermercado. Esa es una muestra en pequeño de la enormidad del problema de la globalización. Ese es uno de sus peores rostros, el que ya ha matado de hambre a muchos miles de personas que, a pesar de producir más barato y con menos riesgo, viven con la soga de la pobreza anudada al cuello porque nunca tuvieron la oportunidad de colocar sus productos en el mercado.

Este debería ser uno de los puntos cruciales en los debates de los próximos años sobre el curso de la globalización. Sin embargo, las preguntas son bastante más complejas que las que ahora se están colocando sobre la mesa. ¿Estaremos dispuestos los habitantes de los países ricos a ceder la porción de riqueza de que hemos disfrutado durante las últimas décadas en aras de nuestra deficitaria industria agropecuaria? ¿Cuáles serán las condiciones que impondremos ahora para preservar los privilegios conquistados «manu política con guante de hierro»? ¿Exigiremos que las vacas del Tercer Mundo pasen los controles sanitarios que aquí no fuimos capaces de implementar a fin de «reequilibrar las reglas del juego»? ¿Pediremos que sus trabajadores agrícolas cuenten con organizaciones sindicales, mientras en Europa estas defiende los puestos de trabajo propios aunque sea a costa de subsidios insostenibles? ¿Estaremos dispuestos a abrir las puertas a todos los bienes y servicios, vengan de donde vengan, sean industriales o postindustriales?

Ni Davos, ni Porto Alegre colocó la crisis de las vacas locas en el lugar que ésta merecía. Ni siquiera como metáfora de estas preguntas. Pero el debate de la globalización seguirá dando tumbos hasta que esto ocurra. Hasta que hablemos de por qué sólo en los supermercados de la inmigración, lugares todavía no exentos de un toque folclórico para la mayor parte de la población europea, es donde obtenemos una imagen difuminada de lo que sucede en otros países del mundo. Esta distorsión de la visión de las cosas no es una enfermedad virtual, sino muy, pero que muy real.

print