Cambio cultural

Luís Ángel Fernández Hermana - @luisangelfh
26 noviembre, 2018
Editorial: 259
Fecha de publicación original: 20 marzo, 2001

La fama es la verdad hinchada

Las cosas están cambiando. Las nuevas tecnologías de la información, Internet, la economía digital. ¡Qué ola! Está claro, hay que cambiar. Tengo que cambiar. Compro el cachivache del cambio. Lo enchufo y, con algún que otro hipo, funciona. Adquiero una dirección electrónica. Ya tengo mi arroba. Me conecto. ¡¡¡¡Huaaauuu: ¡¡¡¡¿hasta donde llega el ciberespacio?!!!! Yo, aquí solito, ante mi máquina. Ahí, al otro lado, millones. Y no paran de darme información. Yo… ¿doy también, estaré a la altura? Viene lo más complicado: me socializo con el cambio. ¿Eso cómo se hace a través de un ordenador? ¿Cómo se vive «en línea»? Cuando las cosas cambian, cambian todas las cosas. Entre ellas, mi relación con los demás. ¿Lo acepto? ¿Cómo lo hago? ¡Qué lío! ¿Hasta qué punto estoy dispuesto a descubrir gente o cosas nuevas, con lo que cuesta descubrir las que ya conozco? Bueno, son las reglas del juego, en Internet se establecen nuevas relaciones, aparecen nuevas oportunidades y… gente que me mira mal porque, al parecer, no hago las cosas como debo, o con quien debo, o cuando debo. Sí, claro, esto también forma parte del cambio, pero este cambio ya me está atosigando ¿Qué hago? ¿Dónde están los puntos de referencia? ¿Me leo algún libro? ¿Sigo o dejo de ser un ciudadano de la era de las nuevas tecnologías? No, esto último, nunca.

Los últimos estremecimientos de la denominada nueva economía ha abierto un interesante debate sobre «el estado de Internet». Hay argumentos para todos los gustos. Las cosas no pitan porque no hay «masa crítica» de usuarios, o porque estos no están dispuestos a aceptar lo bueno, bonito y barato que lo hacen las empresas, o, en definitiva, porque nadie está dispuesto a pagar en el ciberespacio por cosas por las que paga en el mundo real y así no vamos a ninguna parte. Como siempre, hay algo de verdad en todo esto. Sin embargo no parecen ser razones suficientes para diseccionar un fenómeno como el que supone la joven sociedad de redes. Ni disponemos de herramientas afinadas para medir las distintas capas que conformarían esa masa crítica (y cuándo y cómo se alcanza la mezcla explosiva entre población novata y experta en Internet), ni siquiera hablamos de lo mismo cuando sale a colación la cuestión de la información de pago.

Más importante me parece, por ejemplo, el desfase evidente entre la percepción, por una parte, de que las redes (de todo tipo), en particular Internet, están conformando un mundo cambiante que no nos podemos perder so pena de ser condenados al ostracismo en algún limbo de los atrasados y, por la otra, la adecuación de las pautas de comportamiento –personal, colectivo, empresarial, institucional– a esos cambios. No es lo mismo comprarse un ordenador para vestirse de nuevas tecnologías de la información, que incorporar a las rutinas diarias lo que podríamos denominar, sin entrar en mayores profundidades por ahora, «la vida en red». Vivimos rodeados de ejemplos de empresas y organizaciones que gastan más dinero en anunciar que están en la Red que en lo que hacen en la Red propiamente dicha. Con el fin de «no perder el tren del futuro», de la página web hacia fuera hay una inversión considerable en recursos financieros y humanos. De la web hacia dentro, hacia la organización, si hay alguien que responda al correo electrónico se lo considera casi como un despilfarro.

Esta distancia entre el cambio cultural abstracto («tengo que estar») y el cambio cultural concreto («estoy de esta manera») requiere un puente de plata para salvarla. Y la solución, desde luego, tiene que venir por el lado de la educación, entendida como alfabetización digital y no como un cúmulo de ordenadores enchufados y conectados sin saberse muy bien para hacer qué. En otras palabras, debemos comprender que no nos encontramos ante un mero cambio tecnológico, para participar en el cual tan sólo se requiere incrementar la densidad de chips por centímetro cuadrado de individuo. La tecnología, como ha ocurrido siempre, vehicula en el fondo un cambio social. Y en esta ocasión, las tecnologías informacionales están posibilitando un cambio social de vastas implicaciones por su dimensión cuantitativa y cualitativa.

Un cambio, además, sostenido por tres dinámicas diferentes que dificultan enormemente esa pretensión estadística tan de esta época, ese intento de capturarlo en una nítida fotografía para sacar conclusiones sobre su evolución: 1) sucede en redes conformadas por personas, colectivos y organizaciones; 2) el tamaño de esta población cambia constantemente, cada segundo, generando mezclas de imprevisibles resultados y 3) la única forma de relación entre los integrantes de esta población es comunicarse para intercambiar información que ellos mismos generan. Cada una de estas dinámicas es una incógnita desde el punto de vista de la cantidad y la calidad. Por eso los intentos de medirlas se da constantemente de bruces contra una realidad difusa, inaprensible. Internet, al igual que sucede con el Universo, tiene también una vastísima región de «materia oscura», a la que no llegan los buscadores y ni siquiera las consultoras, que ya es decir. Pero allí hay gente.

¿Cuáles son las dimensiones reales de Internet? ¿Cuanta Internet nos perdemos porque no poseemos los sensores que nos la revelen? ¿El 90% del total? Según las mediciones puntuales que nos ofrece el sistema Inktomi, en la Red hay ahora medio billón de páginas, aproximadamente. Y los buscadores apenas rascan en la superficie de ese océano de bits. ¿Quiénes viven en esa región digital que los buscadores soslayan y que, al parecer, muy pocos conocen? ¿Realmente no hay vida más allá de los buscadores más conocidos? ¿Tiene algún peso real esa zona de la Red en muchos de los problemas que se le achacan actualmente? ¿Es un peso muerto o un peso vivo?

Si no tenemos respuestas claras al respecto, y no podemos tenerlas porque estamos hablando de cosas que desconocemos, me parece que nos movemos entonces con análisis simplistas cuando tratamos de explicar «qué sucede en Internet», como si quisiéramos elaborar una teoría del funcionamiento del universo a partir de la órbita de un planeta de nuestro sistema solar.

El problema, a mi entender, reside en que olvidamos la relación que hay entre los tres puntos mencionados: redes, población en expansión y en permanente intercambio de información (lo que origina un crecimiento constante de la información disponible). Y en vez de analizarlos por separado como nos revelan casi todas las estadísticas que nos ofrecen las consultoras de la Red (somos tantos aquí o allá, aquel grupito se dedica a hacer tal cosa, estos buscadores nos muestran aquello, el «sitio más popular» de Internet es éste, etc.), que en el fondo son agrupaciones de cifras de dudoso origen y de escaso valor de medición, habría que examinar cómo la creación de redes en la Red se ve afectada por la dinámica de población y qué tipo de información –y de qué valor– origina. Posiblemente aquí reside uno de los ejes del cambio cultural al que, de una u otra forma, nos resistimos a pesar de nuestra decisión –mayor o menor– de formar parte de la Sociedad del Conocimiento. En el próximo editorial trataré de avanzar algunas ideas al respecto.

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