Basura reciclable

Luís Ángel Fernández Hermana - @luisangelfh
17 enero, 2017
Editorial: 65
Fecha de publicación original: 1 abril, 1997

Fecha de publicación: 1/4/1997. Editorial 65.

Con latín, rocín y florín, andarás todo el mundo

Antes de leer lo que sigue, ruego a quien abrigue intenciones de suicidarse, cometer una violación, cohabitar sexual o espiritualmente con extraterrestres o simplemente mirar torvamente a su progenitor, tenga a bien escribir una carta al juez eximiéndome a mí y a Internet de cualquier responsabilidad en semejantes menesteres. La petición no es gratuita: me dispongo a continuar con el tema de la infoangustia –algunos de cuyos síntomas dibujamos en el editorial de la semana pasada— y sus terribles secuelas, como nos demuestran repetidos y trágicos sucesos de dominio público que nuestros familiares y conocidos no cesan de recordarnos (algunos de los cuales deberían estudiar más el extraño comportamiento de los cometas y preocuparse menos por la maldad intrínseca de Internet: a fin de cuentas, están tan cerca de lo uno como de lo otro y, puestos a elegir, ese tipo de astros agita al menos las genuinas preguntas existenciales, como de dónde venimos, a dónde vamos y, sobre todo, para qué).

La explosión informativa causada por Internet está dejándonos con una atmósfera cada vez más enrarecida de bits. Y a medida que pasan los días, las cosas van para peor. En estas circunstancias, el cuerpo se resiente y no tiene nada de extraño la aparición de ciertos malestares, como la infosaturación, la infoangustia o el infoestrés, por mencionar sólo tres patologías que dentro de poco incluso serán admitidas en los tribunales como causa de divorcio (o como atenuantes o agravantes de delitos de tipo penal). Ante este panorama, qué menos que exigir una cierta calidad a la información que uno respira. El problema estriba en establecer parámetros cuantificables que nos permitan medir esa calidad. Para lo cual resulta necesario, en primer lugar, examinar de donde procede dicha información a fin de calibrar qué tipo de filtros y dónde hay que colocarlos. Lo que sí parece clara es la meta: se trata de acceder a información que se ajuste perfectamente a las necesidades de cada uno, sin un excedente de bits no deseados o no solicitados que ensucien el mensaje. O sea, sin la excrecencia de lo que muchos denominan información basura.

Al examinar la procedencia de la información, nos encontramos con un primer rasgo curioso: el ciberespacio ha convertido en más importante el lugar de llegada que el de salida. Mediante el sencillo expediente de una conexión telefónica y el tecleo de unas cuantas letras, nos lanzamos a una piscina repleta de bits donde nadamos todos los conectados, sin excepción. Dicho de otra manera, la información y el conocimiento se han democratizado hasta extremos insospechables no por su origen sino por su destino. Este es un dato fundamental. Las barreras sociales, económicas, políticas, gremiales, de clase, nacionales, ciudadanas, de vecindad, religiosas, culturales… en fin, todos aquellos coladores que antes nos mantenían al resguardo de los vientos indiscriminados de la información y el conocimiento, han desaparecido. No sólo en principio, en cuanto enunciado metafórico. Sino en la práctica, en cuanto enunciado literal.

Una revista como en.red.ando, por ejemplo, puesta en un quiosco, sólo le interesaría a un cierto tipo de gente y a algún curioso despistado. Como sucede con cualquier periódico o revista. Además, se vendería sólo en ciertos lugares de ciertas ciudades y, desde luego, de un sólo país. La transnacionalidad de este tipo de empeños en el mundo presencial sólo está reservada para medios de unas ciertas dimensiones económicas. La misma iniciativa, llevada a la Red, se convierte por arte de birlibirloque (o mejor, bitlibitloque) en un producto global y abierto a cualquier persona conectada. Es decir que no sólo la diversidad de los interesados se incrementa, sino que la susceptibilidad de estar expuestos al medio es total, sin que medien otras condiciones que el propio acceso a la Red (y las naturales consideraciones lingüísticas). A través del mecanismo de la interactividad y del correo-e, entre otros, lo más seguro es que, aunque el medio de comunicación en cuestión no nos interese lo más mínimo, nos va a llegar alguna noticia de su existencia y –según el arte del responsable– con los adornos suficientes como para despertar un apetito informativo que ni siquiera sospechábamos en nosotros. En condiciones de red, la información particular incrementa la entropía informativa global. Los mismos que pedimos infocalidad, degradamos la atmósfera digital al enviar a ella esta petición que, automáticamente, crea las correspondientes subdivisiones entre quienes la consideran basura o interesante tan sólo a partir de sus propias percepciones. Pero no por razón del emisor, sino por el mero hecho de la predisposición a encontrarla en un territorio sin fronteras de ninguna clase. Antes, bastaba mirar (o que nos indujeran a mirar) para otro lado para escabullirnos de esta contaminación.

Esta nueva situación nos expone de golpe, en principio, a todo el volumen de información existente en la Red (y parte de la de fuera asociada a ella). No existen factores discriminantes, ni selectores de otro tipo que nos ayuden a decidir cuál es «nuestra» información, la que nos corresponde por «derecho propio», tal y como ocurre en el mundo presencial. Convivimos con información que, independientemente de nuestro juicio al respecto, es vital, sustancial o básica (o todo lo contrario) sólo para grupos de población con los que, posiblemente, no hayamos tenido mayor contacto que el de referencias lejanas por la prensa, la literatura, el cine o… la fantasía. De repente, todos están ahí. Y todos están hablando. Es como si la vida, con todos sus matices, colores y formas, se hubiera zambullido en una botella y nos permitiera contemplarla con un sólo golpe de vista. Sólo que nosotros también estamos dentro. Es un fenómeno especular inabarcable que, al parecer, algunos no pueden resistir. Y su forma de marcar distancias es levantando una frontera entre la información de calidad (la que satisface las necesidades propias) y la infobasura (el resto). Pero si la vida fuera tan sencilla como eso, entonces no habría urdido una estructura tan compleja como el ciberespacio…

¿Cuáles son las salidas, pues, para descartar información redundante, útil para otros, aunque no para nosotros, ajena o indiferente? Una posibilidad es volver a saltar fuera de la botella, huir de este embrollo y recrear otra vez el entorno de información de la era pre-digital. Difícil trago porque el veneno que inyecta Internet es precisamente ese del que se quiere huir: el escaparate fascinante de la diversidad humana y de su multitud de formas de acometer la empresa de la vida. Volver al mundo real y ausentarse definitivamente del virtual es como decidir que ha llegado la hora de retirarse al solar de la infancia. Descartado, por ahora.

Segunda posibilidad: tras comprobar que, durante toda una época, la noticia en la Red estaba en el meollo del asunto (todavía se convocan conferencias de prensa para presentar un nuevo web), la cuestión ahora estriba en descubrir donde está la noticia para los que están en dicho meollo. La noticia de calidad, claro está, para cada uno. La solución reside, entonces, en diseñar un mecanismo de acopio personal de la información. Información personalizada, esa es la gran estratagema del momento. Cada individuo, sólo frente a su pantalla, debe ser capaz de describir exactamente cómo es su ámbito de necesidades físicas, espirituales, culturales, sociales, políticas, etc., y entonces la Red, cual obediente mayordomo, nos servirá el menú solicitado. La trampa ya está en el propio concepto: pensamos que sabemos lo queremos en el grandilocuente mundo de la información y el conocimiento, cuando no logramos movernos con semejante seguridad ni siquiera en los espacios más reducidos –y supuestamente más controlables– de nuestra propia intimidad. Pero sirve para elaborar un precioso discurso que si cuaja en productos, incluso puede llegar a vender.

La información personalizada aspira a enchufarse a centros especializados desde donde se emiten sólo aquellos bits tan preciosos y que tanto agradecerá nuestro cerebro. Lástima que esos centros emisores siempre estén dispuestos a demostrarnos –como ocurre en la vida misma, y ese es el problema– que nuestro cerebro no sabe muy bien dónde detenerse en su agradecimiento porque está dotado de una serie de funciones inexplicables y, aparentemente, autónomas, como la curiosidad, la facultad de aprender, la capacidad de sintetizar y recrear mundos nuevos, además de su propiedad plástica para fagocitar y procesar información y conocimiento hasta límites insondables, claramente patológicos (la razón real del infoestrés y de las ganas auténticas de tirar el ordenador por la ventana si no fuera porque estamos seguros de que en ese momento quizá nos esté llegando por fin un mensaje interesante). A todo esto habría que añadir intangibles tan difíciles de medir como la imaginación, los sentimientos y los humores suscitados por las avatares particulares de la vida de cada uno. La información personal, así, de este tipo, me parece que cuadra perfectamente al habitante de un infoadosado, enclavado en un barrio higiénico, autocontenido, si es posible bien vigilado por guardias jurados, donde no hay una necesidad real de conocer al vecino –aparte del saludo de cortesía– e infopulento: cable, antenas parabólicas, los mejores medios escritos, una buena biblioteca y tiempo para excavarla. Paisaje idílico y muy propio de los hipocondríacos del infoinfarto.

La tercera posibilidad es la recreación de la vida más próxima pero en las condiciones particulares de las redes. La calidad de la información, en este caso, no estaría dada por un valor extrínseco (su procedencia o su costo económico), sino por nuestra capacidad para construir a partir de ella vínculos comunitarios, casi diría urbanos, en el contexto global del ciberespacio. Desde esta perspectiva, resulta más suculento apropiarse de la riqueza híbrida de la infobasura, aunque sea en entornos digitales inseguros e incluso peligrosos, que del brillo supuestamente puro de la infocalidad. La vida cotidiana no ha sido nunca diferente en este sentido y tampoco lo será en la nueva comunidad cosmopolita «nómada» del ciberespacio. Allí, como siempre, buscaremos una y otra vez individuos y colectivos en los que podamos reconocernos. Si los encontramos, entonces seremos capaces entre todos de reciclar la basura para extraer y aprovechar sus mejores componentes.

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