A la caza del titular rojo

Luís Ángel Fernández Hermana - @luisangelfh
20 junio, 2017
Editorial: 108
Fecha de publicación original: 24 febrero, 1998

De mala masa, un bollo basta

La semana pasada comenzamos a abordar la cuestión de la conformación de la opinión pública por los medios de comunicación, ya sea por los del mundo real o los del ciberespacio. El foco en el editorial anterior estaba colocado en el exterior de los propios medios, en la creciente complejidad de nuestra sociedad cuya manifestación más aparente era la extraordinaria diversificación de los centros emisores de información. Individuos, organizaciones, empresas, administraciones, corrientes de pensamiento, agrupaciones de todo tipo, etc., pujan por trascender más allá de su propia actividad a través de su aparición en los medios. La sociedad de la información tiene sentido precisamente a partir de la proliferación de estos centros emisores de mensajes que pugnan por copar la parte que ellos consideran que les corresponde del espacio mediático. Los medios –como su nombre indica– «manipulan» este flujo de información para encajarlo dentro de un producto final (periódico, telenoticias, boletín de radio) que, al parecer, desempeña un papel crucial en la conformación de la opinión pública. Ahora bien, este proceso puede observarse desde el otro lado de la barrera (bueno, en realidad esto es más fácil decirlo que hacerlo, a menos que uno sea periodista y haya dedicado bastante tiempo a la tarea de comprender qué diablos está haciendo dentro de la redacción y a favor o en contra de quién está jugando, como por raras circunstancias de la vida me ha sucedido a mí).

Visto desde dentro, la idea de que los medios de comunicación conforman la opinión pública adquiere tonos distintos, independientemente de lo que nos creamos todos y cada uno de los periodistas. Si nos creemos lo que la mayoría de la gente cree, lo que publican los medios de comunicación tiene unas efectos tan concluyentes sobre el imaginario colectivo que consigue forjar en la mente del ciudadano una visión de lo que acontece en el mundo que, incluso, le sirve de orientación para tomar decisiones. Estas decisiones, a su vez, alimentarán la propia dinámica interna de los medios que les permite reforzar su posición mediática y apuntalar, al mismo tiempo, la confianza de sus lectores (o audiencia). Este es el famoso bucle de la opinión pública que se nos viene vendiendo desde hace tiempo. Si esto fuera así, el mundo sería desde luego mucho más sencillo y nosotros no digamos.

Para que la opinión pública sea detectable (medible) en relación con la acción de los medios es necesario que estos desencadenen un fenomenal esfuerzo –generalmente concertado– para lograr que un pedazo de la realidad aparezca en el centro del escenario mediático. Y aún así, como se está viendo en el caso de la presente crisis de Irak (o de la trifulca entre los «barones de la prensa» de la derecha española), no hay ninguna garantía de que el público participe plenamente de la opinión mediática. Y me parece que no puede ser de otra manera. La forma como las noticias llegan a aparecer en los medios, el proceso de acopio, selección, jerarquización y publicación de la información es tan dispar, azaroso y aleatorio, que no hay forma de encontrar una correlación coherente (medible) entre lo que ocurre en los medios y la conformación de la cacareada opinión pública. Otra cosa distinta –y ya son tres– es que pensemos que esta existe y que no debe ser muy modélica porque no nos gusta lo que publican los medios. Pero ese es otro cantar.

Quiero regresar aquí al argumento del editorial anterior sobre el papel que juega el espacio en los medios, ahora visto desde dentro. Si aplicáramos la dinámica de poblaciones a este problema, comprenderíamos mejor uno de los talones de Aquiles de la industria mediática actual. No importa de qué tipo de medio hablemos, ni cuál sea su orientación ideológica (que, a fin de cuentas va a determinar su posicionamiento concreto en el mercado de la venta de productos informativos), las redacciones tienen que lidiar diariamente con una superabundancia de noticias para un espacio exiguo. La lucha por hacerse con un lugar al Sol es simplemente sangrienta y no estoy haciendo una metáfora fácil sobre el deslizamiento hacia la truculencia de la información. Aparte de la orientación que pueda proceder de la dirección de los medios y de la obediencia más o menos rigurosa a esas directrices, el conjunto de la redacción, desde el director hasta el periodista o colaborador más ocasional, no constituye una cofradía sectaria confabulada contra la humanidad, ni siquiera contra esa parte de la humanidad que cada mañana se gasta el equivalente de un dólar para llevarse un diario al trabajo. Tampoco tienen como atributo genético el hacer mal el trabajo que mejor conocen. Ni siquiera tienen tiempo para complotar sosegadamente sobre cómo elaborar la información de la manera más irritante para su audiencia.

La redacción tiene que librar cada día una batalla contra el tiempo para decidir cuánta información entra en, digamos 80 páginas, cómo la estructura en secciones, cuál es la jerarquía que la organiza, a partir de qué criterios prioriza su «visibilidad» y hasta dónde puede llegar su tratamiento para no sobrepasar los rigurosos límites impuestos por el formato. En esa tarea participan decenas de periodistas que deben competir fieramente entre ellos por conseguir que la información de cada uno entre por la angosta bocana de su respectiva sección. Tarea imposible. En el puerto sólo cabe un número predeterminado de barcos y hasta sus tamaños se saben de antemano. La disputa por ser el portaaviones (portada y tema central) no es más dura que la derivada de mantener ciertas informaciones en secciones aparentemente más discretas, pero no menos importantes para quienes las sostienen. En esta dinámica, llega indefectiblemente el momento en que hay que «vender» la información, lenguaje deplorable que incluso se ha impuesto en las redacciones.

¿En base a qué criterios se vende una noticia en la redacción? ¿Cuáles son los elementos que amparan su selección para ser tratada con mayor o menor deferencia en el medio de una verdadera ebullición informativa? En primer lugar, el titular. O mejor dicho, a medida que la abundancia de noticias crece, la importancia de su contenido disminuye en favor del titular que la resuma con un sólo golpe. El escenario está perfectamente predispuesto para la radicalidad. Aparte de los criterios culturales normales que informan dicho proceso de selección (como la predisposición a favorecer ciertas informaciones de política, economía, sociedad o deportes) cuanto más enjundia tenga el proceso de venta, mayores serán las probabilidades de «supervivencia».

En esta espiral, noticias perfectamente normales en su origen comienzan a adquirir tonalidades cada vez más fantásticas y desproporcionadas a fin de soportar el embate de la competencia. Las buenas historias degeneran en titulares esponjados por la savia del espectáculo, la catástrofe, lo paradójico o extraño. En este baile danzan no sólo los periodistas, sino también los propios emisores sociales de información que no dudan en adornar sus «noticias» con el lenguaje típico del voceador de diarios: «Lo nunca visto, la primera vez, el único en el mundo, el más largo etcétera jamás contado». Si no se propalan estas virtudes ¿a santo de qué serán elegidos entre tanta oferta y tan escasa disponibilidad de espacio? Al final de este proceso se obtiene una imagen de la realidad totalmente desenfocada, parcial, fragmentada, que sólo tiene sentido si se es capaz de recomponer el marco de la negociación que condujo al producto final que uno tiene en las manos o ante los ojos. Pero este es un ejercicio banal. Lo que finalmente queda es la imposibilidad de acceder con un mínimo de sentido común a los acontecimientos que están configurando el mundo y, de paso, nuestra opinión, privada.

Pensar que este proceso es el que conforma la opinión pública es tener una pobre opinión de sí mismo. Y lo cierto es que no la tenemos. La promesa que nos ofrece Internet de gozar de información personalizada, cortada a medida, no es un hecho sólo facilitado por la tecnología digital. Se corresponde también con nuestra reacción a la propia realidad mediática: si nos dejaran, iríamos al quiosco a comprar los retazos que nos interesan de los diferentes periódicos. Nos llevaríamos los «bits» (and pieces) de los diarios y recompondríamos el mundo de una manera muy diferente a como ellos nos lo ofrecen. En papel o sobre los soportes audiovisuales actuales eso es imposible. Nos arriesgaríamos a llevarnos un buen tortazo del quiosquero o a destrozar la estabilidad familiar por la vía del zapping permanente y frenético. Sin embargo, Internet es el medio natural donde esa recomposición de la realidad puede ocurrir. Y además, hasta cierto punto, bajo nuestro gobierno personal. El flujo de información que discurre por nuestro correo, las news, los foros e, incluso las webs (a pesar de su inherente tendencia a degenerar en un póster a menos que se apoye en los otros recursos mencionados) se corresponde con las acciones que hemos desencadenado al subscribirnos a determinadas listas, solicitar ciertas informaciones, establecer relaciones con sectores específicos de la Red, trabajar dentro de ella de una u otra manera y abrirnos a mundos informativos nuevos generalmente impulsados por la curiosidad (que rarísima vez se puede ejercer en un quiosco o en la lectura de una buena proporción de cada medio). Este proceso, por lo general de imprevisibles consecuencias, nos mantiene al tanto de una amplia (y ampliable) zona de nuestros intereses personales y nos permite, en circunstancias muy concretas, profundizar hasta formarnos opiniones bastante definidas de los acontecimientos. Definidas, en el contexto de la Red, quiere decir sinuosas, abiertas, dinámicas, circulares, como lo es el propio proceso de aprendizaje.

Internet, en principio, permite conformarse opiniones parceladas, personales, sobre la realidad, a partir de las identidades particulares de los internautas y de la forma como ellos participan en la elaboración de esa realidad. Esta no es la tarea de un individuo en particular, sino de colectivos que trabajan con determinados propósitos que se traducen en contenidos específicos en la Red canalizados a través de recursos comunicativos, como son las publicaciones electrónicas interactivas sectoriales. En ellas el problema del espacio adquiere una dimensión completamente diferente, que no está definida por la intervención solamente del emisor de información, sino por su interrelación con los receptores. En esta relación, adquiere también sentido la amplitud de intereses que despliega el actor enredado, pues son sus acciones las que priorizan la adquisición de información y no los condicionantes de un agente extraño que, supuestamente, ha cargado sobre sus espaldas con la responsabilidad de conformar la opinión pública.

print